Año de gracia 1976. Todos los
quinceañeros del mundo estamos enamorados de la misma chica: Nadia Comaneci. A
través de la televisión exaltamos su figura quebradiza y su rostro de hada
mórbida con tétricas ojeras. Desde Montreal nos llegan las imágenes de sus
galas gimnásticas. Es la Reina de las Olimpiadas. Ha conquistado la perfección
del 10. Yo, como su más fiel prometido, admiro su ejecución en las barras
asimétricas. Suspirante y melodramático. En la viga de equilibrio permanezco litúrgico
ante el influjo de sus tobillos, esa parte del cuerpo con tan poco prestigio
romántico. Por un momento pienso que es la primera y
única muchacha en la historia con el pelo sujeto mediante colita de caballo.
Ella es de los Cárpatos, coterránea
del mismísimo Vlad Tepes: el lado oscuro de mis gustos. Me aquerencio más de su
mirada tristona cuando me entero que nacimos el mismo año y lo celebro con
piruetas de tullido. Nadia es capaz de volar sin trampolín. Las rutinas son
exactas. En cada ejercicio apuntala su estirpe de campeona. La niña sonámbula
da giros inverosímiles mientras en mis venas los glóbulos juegan a las
carambolas. En cámara lenta sus secuencias acrobáticas son un vértigo en la
eternidad. El punto de apoyo: mi aliento… o falta de él. ¡Y qué brazos!
Elocuentes, a diferencia de su cara angulosa. La inexpresiva palidez de hielo
y, sin embargo, febril. Cuello de cursilería adolescente y fatalista.
Terminan las justas deportivas y su
halo permanece. La veo a cada momento. Su estampa está en todas partes. Me
agrada y duele. No quiero compartirla. Hablo con ella. Figuraciones. Rumbo a la
escuela, en la revistería, por el parque, entre mis libros, bajo mis sábanas.
*
Año de gracia 1977. Tengo una novia
y se llama Nadia aunque ella no lo sabe. Noticia pagana: viene a mi país.
Noticia celestial: también a mi ciudad. Dará una exhibición a sólo cinco
cuadras de mi casa
Las semanas previas a su arribo son
como un encantamiento. Me he gastado todos mis ahorros en la compra del boleto
de entrada y de ninguna manera faltaría a la ceremonia de recepción en el
aeropuerto. El dinero que me queda es insuficiente para para pagar un taxi a un
sitio tan lejano en las afueras de Monterrey. Deberé aproximarme en camión y
andar varios kilómetros.
No sin contrariedad advierto que
somos una multitud los peregrinos junto a la carretera. Un séquito de
adolescentes en marcha botarate. Algunos llevan pancartas con fotos de Nadia.
El sol achicharra nuestras nucas pero ninguno amaina el trote, al contrario: ya
con la torre de control en la mira todo mundo adquiere nuevo vigor.
Si la caravana peatonal era tumulto,
en el aeropuerto se hallaba media ciudad conglomerada. Me fue inútil cualquier
intento por abrir tramo hasta mi prometida. Todo lo que obtuve fue un codazo y
una camisa manchada con sangre. Afligido, emprendí viaje de regreso dándome
ánimo ante la perspectiva de verla al día siguiente en el gimnasio.
*
Dado que mi boleto era de plebeyo y
sin numerar, la mañana del evento hice fila desde muy temprano con el fin de
procurarme una butaca decente. Con un amanecer muy prometedor, “Nadie como
Nadia”, se escuchaba y leía por doquier. El fleco y la colita de caballo
instauraban moda entre las muchachas. Tras largas horas de alternar de pie o
sentados en el suelo por fin nos permiten la entrada. Me doy el lujo de tomarlo
con calma e inspecciono el recinto para detectar el punto idóneo donde
colocarme. La gradería es ocupada en poco tiempo. Elijo un asiento contiguo al
corredor de los vestidores por el cual tendrá que pasar el equipo rumano. Todo
un privilegio. Hay buen ambiente: un público jocundo e imbuido.
Se aproxima la hora y la inquietud
me cosquillea en tanto mantengo la mirada fija en el pasillo aguardando a las
gimnastas. De pronto una voz a través de unas bocinas nos da la bienvenida y
prosigue con una indeseable (inmunda) retahíla de patrocinadores (rechifla
general) para luego conminarnos a la práctica de algún deporte. Enseguida
anuncian a las visitantes y un clamor unánime detona. Me pongo de pie para asomarme al corredor y… ¡Es ella! :
Nadia Comanecci se encuentra a tiro de mis ojos. Viene a mi encuentro con
uniforme blanco. Le tiendo mi mano, gesto que imitan quienes me rodean
encaramándose en mi cuerpo enclenque. Trepan a mi espalda, me ponen fuera de
juego como a un receptor de futbol americano: magullado y aturdido. Cuando
reaccioné Nadia todavía estaba ahí. Risa y risa.