domingo, 12 de mayo de 2019

Ensayo individual sin vestuario 3 (Fama)




La fama es un tema prehistórico. Desde que el hombre comenzó a organizarse en comunidades un poco más vastas que la de la familia, era frecuente que el cazador más diestro del clan adquiriera popularidad entre los demás. Si la escritura se hubiese desarrollado en esa época, sin duda tendríamos referencias acerca del renombre de alguien muy valeroso, un ídolo que tenía en su lanza a una fiel aliada para dar de comer a los suyos. Es muy probable que todos lo vitorearan alrededor de una gran hoguera. Ya en aquellos tiempos rupestres se “hacía ruido” si alguien adquiría notoriedad. Claro, como no se sabía escribir, los autógrafos estaban excluidos. Lo que no sabemos es si la fama entre los barrios de cavernas era causa de satisfacción o queja.
Hoy, la fama sigue siendo motivo para el culto a la personalidad, los pedestales y los reflectores. A muchas personas les agrada que su nombre ande de boca en boca —sea fuente de desprestigio o no—, y no pensamos ahondar mucho acerca del incentivo que brindan las habladurías y el que se hable mal de uno, lo cual es asunto de cada quien.
Lo cierto es que en nuestra época, a la fama se le suele emparentar con el renombre (bueno o malo) y el éxito comercial, pero entre ellos hay diferencias que pueden resultar sutiles y a menudo, triviales y que no garantizan el paso a la posteridad ni un lugar en la historia. Ser inmortal entraña no pocos requisitos.
Aunque la fama —llamémosle favorable o positiva— suele ir acompañada de disgustos por la pérdida de la vida íntima, casi nadie lamenta el éxito económico que también acarrea. En esta coyuntura, cuando surge una protesta por la aureola de la nombradía, suele surgir en medio de la abundancia y el confort material.
El ser popular no necesita siempre de la mercadotecnia; hay personas que se vuelven célebres de manera involuntaria: ser muy conocidos no es culpa suya. No se lo propusieron ni lo deseaban. Es en esos casos cuando la fama puede ser un auténtico fastidio. No se puede ir a un restaurante o a una tienda de autoservicio, sin ser abordado por un extraño con una pregunta indiscreta en la punta de los labios.
La tasación de una persona se finca en la imagen que proyecta, luego entonces, se convierte en una “cosa”, en un objeto con los atributos que los comentarios  sin sustento y rumores propagan. Por lo general, la fama es una forma de tergiversar la auténtica identidad de alguien tanto en lo bueno como en lo malo. Por lo común, a nadie le gusta que se yuxtaponga la vida real que uno tiene, con la vida que el prójimo cree que uno tiene.

Parece inevitable inferir que la acogida y el manejo de la fama son cuestión de temperamento. Para unos es un modo de consagrarse, para otros, un azote o una plaga difícil de erradicar.
La fama significa abrir puertas, obtención de canonjías, ser atendido en forma más expedita en los restaurantes, adquirir protagonismo en las fiestas o idolatría por parte del prójimo casi con matices religiosos. Algunos desean ir más allá de una fama perecedera y aspiran a “no pasar nunca de moda”.
A otros no les gusta porque se sienten fenómenos, acosados por los medios, invadidos en su privacidad así como blanco de virtudes y defectos que no existen. De alguna forma se pierde el libre albedrío. Ya no puede llevarse una existencia común y corriente, al menos mientras dura el embrujo.
Los subterfugios para lograr la fama se parecen mucho a los de una campaña presidencial. La paradoja es que el auténtico individuo que hay detrás del personaje célebre, se pierde en el anonimato; mientras que el nombre del ser falaz y público se escribe con letras doradas.
La vida real es más interesante que la vida de ficción.