jueves, 3 de febrero de 2022

Gol

Mil novecientos sesenta y ocho, año fatídico para mi país y fecha terrible para muchas naciones. A nivel mundial parece que la tragedia oprimió a cuantiosos lugares del orbe. En esa época todos los niños del mundo queríamos ser futbolistas. El Campeonato Mundial de Soccer estaba a la vuelta de la esquina y se construía un estadio nuevo, a un tiempo que se renovaban los ya existentes. El modelo a seguir era Pelé, quien en ese entonces se encontraba en la cúspide de su carrera, por su fama y talento. Era admirado y querido como uno de los nuestros o más.

Mi Padre miraba los partidos en la cantina, monopolizando el televisor, lanzando porras que eran opacadas por los demás parroquianos y emborrachándose con esplendidez a base de cerveza, la cual, casi todas las veces era a crédito. Y no era poca.

Yo salía a buscarlo recorriendo las cantinas del centro de la boyante ciudad, cosa que era todo un maratón del que regresaba ofendido, agotado y sin éxito. En resumen, solo. Cierto que las construcciones antiguas me distraían un poco de mi taciturna labor, pero a fin de cuentas la pesadumbre me abatía, domándome a modo de colofón; cosa que no era lo que se dice un final feliz.

En aquellos tiempos no existían las grandes cadenas de súper mercados, y mi Madre iba a la “tiendita” en compañía de mi hermana para comprar lo poco que nos alcanzaba de alimentos para poner sobre la mesa. Nada sofisticado: frijoles, arroz, un tomate, una cebolla y algo de leche para la cena.

Fue en cierta oportunidad atípica, cuando un testigo vio a mi Padre salir de un bar repartiendo manotazos y enigmáticas gesticulaciones, tambaleándose en la calle de un modo patético y a la vez grotesco buscando apoyo en las paredes; eludiendo los vehículos sin nada más que su instinto de supervivencia. Así llegó hasta el consultorio de un primo quien era dentista.

Como era de esperarse, mi Padre le pidió dinero. El familiar, para deshacerse rápido de él y atender a un cliente que lo aguardaba en el sillón dental, le prestó unos billetes y lo condujo a la puerta para despedirlo fingiendo gozo filial, un gran deleite consanguíneo. De nuevo mi Padre anduvo por las dinámicas y estridentes avenidas y llegó hasta una tienda de deportes muy famosa, propiedad de un jugador de futbol. Al entrar fue directo hacia un tendero  —más tarde declarante—, y arrastrando las palabras por la ebriedad, le pidió el mejor balón profesional que tuviera disponible sin importar su precio.

En aquel entonces, ser dueño de una pelota de medidas y características oficiales, era símbolo de preeminencia social lo cual otorgaba ciertos privilegios; como por ejemplo, poder elegir a los integrantes de un equipo o los mejores puntos de observación para el público invitado a cualquier partido.  

El vendedor, titubeante e indeciso, escudriñó a mi Papá y por fin, tras unos momentos fue al escaparate,  tomó una pelota que estaba en oferta y se la tendió a mi Padre. Era un esférico de cuero bellísimo. Una obra de arte con trazos y costuras hexagonales blancas y pentagonales azules. Toda una joya.

Mi Padre dio el importe y salió con dificultad del establecimiento. Dicen que aparentaba ser un monigote dando lástima por la suciedad de su ropa. Apenas podía caminar, su marcha era muy ridícula y no eran pocos los que se reían de él a escondidas. En la calle detuvo a un taxi para preguntarle al chofer cuánto costaría llevar el balón y entregárselo en cierto domicilio a un niño: yo.

El conductor se puso a la defensiva al ver el estado de alcoholismo de mi Padre, según cuenta el empleado de la tienda, aunque tras unos segundos se calmó al ver el dinero que le tendía mi progenitor.

Luego de la transacción para completar el encargo, mi Padre le dio la pelota. Él no iría: le aguardaba la cantina para seguir la parranda. 

Sentado yo en la banqueta afuera de mi casa, vi a mi Madre con mi hermana ir a la “tiendita” para comprar un poco de pan. Me preguntó si deseaba acompañarlas y respondí que prefería aguardar a ver si un milagro ocurría haciendo aparecer a mi Padre, de manera que permanecí en el borde de la acera. Aguardando una atrocidad como un guardián o un enfermero con un paciente grave.

No es que me pusiera sentimental, pero mi Padre tenía tres jornadas de no poner un pie en casa, y no era difícil —mucho menos ilógico— inferir que una juerga etílica se hubiera interpuesto en su camino.

De pronto un auto se detuvo frente a la casa y se apeó un individuo con facciones adustas. Fue directo a la entrada, y con una moneda tocó en la cerca de alambre llamando con impaciencia. Me acerqué a él y los dos hablamos con cierta aspereza: 

— ¿A quién busca?

— A un niño de nombre Luis Mariano.

— ¿Para qué lo quiere?

— ¡¿Lo conoces o no!?

— Sí, soy yo.

Los rasgos de su cara se reblandecieron con algo semejante a la simpatía por la candidez, a poca distancia de la lástima.

— Te traigo una pelota que te manda tu Padre. Toma.
 

Tras orinarme en los pantalones, me fui corriendo al cuarto para una contemplación privada y a mis anchas. Después oí el leve rechinar de la reja. Era mi Padre, quien luego de unos trompicones cayó sobre el canalón de nuestro jardincito, golpeándose en la frente de modo estrepitoso para después sangrar. Lo ayudé a incorporarse y, según mi memoria y crónicas personales, los dos estábamos llorando.

Nunca más bebió alcohol de nuevo.