viernes, 22 de noviembre de 2013

Una chica rumana




Año de gracia 1976. Todos los quinceañeros del mundo estamos enamorados de la misma chica: Nadia Comaneci. A través de la televisión exaltamos su figura quebradiza y su rostro de hada mórbida con tétricas ojeras. Desde Montreal nos llegan las imágenes de sus galas gimnásticas. Es la Reina de las Olimpiadas. Ha conquistado la perfección del 10. Yo, como su más fiel prometido, admiro su ejecución en las barras asimétricas. Suspirante y melodramático. En la viga de equilibrio permanezco litúrgico ante el influjo de sus tobillos, esa parte del cuerpo con tan poco prestigio romántico. Por un momento pienso que es la primera y única muchacha en la historia con el pelo sujeto mediante colita de caballo.
Ella es de los Cárpatos, coterránea del mismísimo Vlad Tepes: el lado oscuro de mis gustos. Me aquerencio más de su mirada tristona cuando me entero que nacimos el mismo año y lo celebro con piruetas de tullido. Nadia es capaz de volar sin trampolín. Las rutinas son exactas. En cada ejercicio apuntala su estirpe de campeona. La niña sonámbula da giros inverosímiles mientras en mis venas los glóbulos juegan a las carambolas. En cámara lenta sus secuencias acrobáticas son un vértigo en la eternidad. El punto de apoyo: mi aliento… o falta de él. ¡Y qué brazos! Elocuentes, a diferencia de su cara angulosa. La inexpresiva palidez de hielo y, sin embargo, febril. Cuello de cursilería adolescente y fatalista.
Terminan las justas deportivas y su halo permanece. La veo a cada momento. Su estampa está en todas partes. Me agrada y duele. No quiero compartirla. Hablo con ella. Figuraciones. Rumbo a la escuela, en la revistería, por el parque, entre mis libros, bajo mis sábanas.
*
Año de gracia 1977. Tengo una novia y se llama Nadia aunque ella no lo sabe. Noticia pagana: viene a mi país. Noticia celestial: también a mi ciudad. Dará una exhibición a sólo cinco cuadras de mi casa
Las semanas previas a su arribo son como un encantamiento. Me he gastado todos mis ahorros en la compra del boleto de entrada y de ninguna manera faltaría a la ceremonia de recepción en el aeropuerto. El dinero que me queda es insuficiente para para pagar un taxi a un sitio tan lejano en las afueras de Monterrey. Deberé aproximarme en camión y andar varios kilómetros.
No sin contrariedad advierto que somos una multitud los peregrinos junto a la carretera. Un séquito de adolescentes en marcha botarate. Algunos llevan pancartas con fotos de Nadia. El sol achicharra nuestras nucas pero ninguno amaina el trote, al contrario: ya con la torre de control en la mira todo mundo adquiere nuevo vigor.
Si la caravana peatonal era tumulto, en el aeropuerto se hallaba media ciudad conglomerada. Me fue inútil cualquier intento por abrir tramo hasta mi prometida. Todo lo que obtuve fue un codazo y una camisa manchada con sangre. Afligido, emprendí viaje de regreso dándome ánimo ante la perspectiva de verla al día siguiente en el gimnasio.
*
Dado que mi boleto era de plebeyo y sin numerar, la mañana del evento hice fila desde muy temprano con el fin de procurarme una butaca decente. Con un amanecer muy prometedor, “Nadie como Nadia”, se escuchaba y leía por doquier. El fleco y la colita de caballo instauraban moda entre las muchachas. Tras largas horas de alternar de pie o sentados en el suelo por fin nos permiten la entrada. Me doy el lujo de tomarlo con calma e inspecciono el recinto para detectar el punto idóneo donde colocarme. La gradería es ocupada en poco tiempo. Elijo un asiento contiguo al corredor de los vestidores por el cual tendrá que pasar el equipo rumano. Todo un privilegio. Hay buen ambiente: un público jocundo e imbuido.
Se aproxima la hora y la inquietud me cosquillea en tanto mantengo la mirada fija en el pasillo aguardando a las gimnastas. De pronto una voz a través de unas bocinas nos da la bienvenida y prosigue con una indeseable (inmunda) retahíla de patrocinadores (rechifla general) para luego conminarnos a la práctica de algún deporte. Enseguida anuncian a las visitantes y un clamor unánime detona.  Me pongo de pie para asomarme al corredor y… ¡Es ella! : Nadia Comanecci se encuentra a tiro de mis ojos. Viene a mi encuentro con uniforme blanco. Le tiendo mi mano, gesto que imitan quienes me rodean encaramándose en mi cuerpo enclenque. Trepan a mi espalda, me ponen fuera de juego como a un receptor de futbol americano: magullado y aturdido. Cuando reaccioné Nadia todavía estaba ahí. Risa y risa.


viernes, 15 de noviembre de 2013

Número Pi



En un lugar después del punto,
de cuyos decimales no puedo acordarme;
no ha mucho tiempo que un hombre de ciencia
perdió el juicio garabateando cálculos
para dar con pi,
ese número con estrambote
de antecedentes subversivos
e identidad imprecisa,
más huidizo que un pulpo jabonoso.
El teórico, encaprichado con la exactitud,
se afanaba con el ábaco de pilas
y el compás eólico de un maestro rural.
En las escaramuzas con los guarismos
no perdía su vigor divisorio
(baja el cero y es perenne).
Fue ardua la pesquisa de decimales inéditas:
pliegos tortuosos ungidos con
tanta tinta tonta [casera]
e iterativas salpicaduras de brandy.
Con euclidiana paciencia
forcejeó con las cifras
colmándolas por turnos
de injurias y genuflexiones.
Tras una fatídica zancadilla en las neuronas
propinada por un dígito
equis tal que equis era elemento
del conjunto irracional,
el buen hombre pereció en brazos
de un desbordamiento aritmético (overflow).
Su macabro epitafio:  π