Lo primero es ponerse de acuerdo en lo que se
considera un libro. Si partimos de la concepción moderna de un objeto con dos
pastas, un lomo, páginas varias y, a veces un índice; ya dejamos fuera a las
tablas de arcilla, hueso o madera, a las estelas como la Piedra Roseta, a los
pergaminos sobre piel de animal o papiro, en fin; a un buen número de piezas
que salvaguardan la escritura desde hace milenios.
Entonces, ¿cuál se considera el primer libro
de la Humanidad cualquiera que sea su formato? Respuesta simple y llana: no lo
sabemos con certeza. A cada rato nos topamos con hallazgos de caracteres que,
según afirman los eruditos, es siempre más antiguo que el anterior
descubrimiento con grafías.
Por lo pronto, parece que el problema
principal estriba en determinar qué es escritura y qué no lo es. Cuáles signos
pueden descifrarse y cuáles no. Algunos de ellos semejan meras imágenes o
insignias que equivalen a un “yo estuve aquí”. Una especie de marca para dejar
constancia de que se pasó por un lugar específico. Un sencillo testimonio para
decir a los demás transeúntes que se ha señalado un sitio en particular, como
un acto de afianzamiento propio, personal.
Sin embargo, hasta ahora todo indica que no
fue la agricultura lo que nos hizo civilizados sino el aprender a escribir. Y a
través de ello se cree que en los monumentos de Göbekli Tepe, fue donde nos
enseñamos a usar símbolos para comunicarnos, hace unos 11,600 años. Rasgos y
cifras que nos refieren hechos, costumbres y escenas de hace bastante tiempo.
El hombre, ha sido el único ser sobre la Tierra que se ha valido de trazos para relacionarse con el prójimo, con sus semejantes. Nos mantendremos en dicho postulado, mientras los científicos averiguan si las palomas también pueden leer o no.
No obstante, si nos atenemos al concepto más
reciente de lo que es un libro, entre los cuales se encuentran los pergaminos; diremos
que el primero, o más bien el más antiguo que se conserva, se cree que fue publicado
hace como unos 1,145 años, es decir 600 años antes que la Biblia de Gutenberg,
y oculto durante siglos en las cuevas de Mogao, en China. Se trata de una edición
de “El sutra del diamante”, y es el
libro más añejo que hasta ahora se conoce. Todo ello dejando a un lado los
rollos de Alejandría, Mesopotamia, el templo del rey Salomón y los manuscritos
del Mar Muerto.
“El sutra del diamante”, es un libro indio —que
no hindú—, escrito en sánscrito o hindi en su forma original. Solo se conserva
una traducción al chino misma que fue la que se halló en la cueva. Contiene
enseñanzas de Buda plasmadas en un pergamino de cinco metros de largo y unas
6,000 palabras. Por lo tanto, es un volumen breve de acuerdo a los estándares
de hoy. Tan sucinto, que era y es posible decirlo de memoria, por lo que se
cree que primero fue transmitido en forma oral antes de llegar a la imprenta.
Se debe tener en cuenta que, la escritura,
dentro de la larga trayectoria de nuestra especie, es un fenómeno y un recurso
reciente aunque hayan transcurrido siglos desde sus orígenes. Su desarrollo fue
una necesidad de comunicación y registro, tanto de números, cuentas, actividades
comerciales, historias, mitos y creencias. Su génesis es impreciso, y no es de
extrañar que a veces surjan nuevos hallazgos que nos hacen cambiar nuestra
opinión acerca de su antigüedad y progreso.
Según las hipótesis más recientes, la salida
de la imprenta de “El sutra del diamante”, fue debida a un deseo de llevar la
obra a la mayor parte de lugares en el mundo. Hasta los confines del planeta
para en forma ulterior, convertirlo en un artículo de compra y venta en los
mercados y tiendas de libros. Y aunque para algunos parezca una blasfemia, se
convirtió en una mercancía. Una situación acaso no buscada.
La difusión de “El sutra del diamante” hoy
nos parece pintoresca dada su hechura partiendo de las manos y oficio de un
escriba, y las tecnologías electrónicas con que contamos hoy en día. Y aunque
en el futuro no sabemos cómo podrá leerse, de momento ya se puede consultar en
internet y leerse en pantallas portátiles de cristal líquido.
Aún existe un gran debate acerca de su
procedencia real, pero su origen indio parece fiable. Como suele ocurrir en
estos casos, dada le relevancia y antigüedad de la obra, muchas naciones se
disputan sus raíces. Y aunque el ejemplar está impreso con primitivos bloques
de madera, la calidad de su factura deja boquiabierto a todo mundo.
El texto trata sobre el apego a las cosas
materiales y a los juegos de la mente, y aunque resulta un poco repetitivo,
muchas doctrinas lo consideran una especie de credo por sus enseñanzas tan
profundas muy típicas de oriente.
Este libro, aunque es una joya para muchos,
un texto de consulta inclusive; también es una obra esotérica e insondable para
otros tantos. Algunos habitantes del Antiguo Oriente lo consideran como el
hermano gemelo del “Discurso del Método” de Descartes u otros tratados
filosóficos menos populares. Ciertos críticos lo tienen por un juego de palabras
que no pasa de lo exótico en el mejor de los casos; y como un diálogo
cantinflesco en el peor.
En determinados pasajes pareciera que trata de
decir lo que no se quiere decir. Así de paradójico resulta. Es como si uno
tuviera frente a sí a la adivinanza más estrambótica y rebuscada que pudiera se
pudiera concebir. La vida es la no-vida, lo material es lo no-material, lo
muerto es lo no-muerto y así por el estilo. Es decir, este libro es el
no-libro.
Se entablan hipotéticas charlas que en
teoría, ilustran al ignorante como un servidor y lo sacan de la ignominiosa
oscuridad e incultura. Escenas de maestro y alumno que instruyen al prójimo y
lo elevan a las cúspides de lo divino. Como quien dice, entender es lo mismo
que no-entender. Tal cual puede notarse, es un documento muy profundo.
Ironías al margen, por momentos la mayor de
las obviedades se torna en una declaración propia de un iluminado. Se tiene, a veces,
la impresión de que todas las emociones son dañinas, incluso aquellas que nos
procuran algo de bienestar como la armonía y la placidez.
De aprender, uno en verdad aprende con esta
obra. Primero, a no adueñarse de la opinión de los demás y, segundo, a no
admirar todo aquello que no se puede comprender.
Por momentos adquiere un tono monástico que
preconiza la mesura. No obstante, en el fondo, la gran enseñanza que uno
obtiene de este pequeño tratado, es que una vida sin libros sería algo fatal.
El amor por estos entrañables objetos puede llegar a ser más potente y firme
que una existencia privada de ellos. Al menos para algunas personas.
Lo que hay que tener presente es que el libro
de “El sutra del diamante”, como objeto y en sus inicios, fue producto de una
actividad de índole personal, no motivada por un encanto monetario, con cierta
autonomía y de manufactura artesanal por sobre todas las cosas. Para hacer dinero
había quehaceres mucho más redituables y menos arduos. Más tomando en
consideración que antes no existían los atractivos derechos de autor de ahora,
los cuales han aumentado a un ritmo desenfrenado en un entorno cada vez más
competido, ávido de “talento” vendible. Al editarse el primer libro de la Humanidad,
la mayor recompensa y estímulo eran el trabajo en sí, no su precio traducido en
metálico.
Ahora puede escribirse y publicarse un libro
en cuestión de días, pero antes era un asunto sagrado que tomaba meses e
incluso años. Toda una vida inclusive. Un libro no era algo para tomarse a la
ligera; podía tornarse en un ritual, como una liturgia en la que se repetía en
voz alta cada palabra que era escrita.
Del mismo modo que no podía preverse cuáles
iban a ser los efectos de la aparición del primer libro impreso, o de la
industria editorial en su momento; uno es incapaz de anticiparse a las
consecuencias de las nuevas tecnologías de hoy. Si acaso, tal vez, a la
propagación del plagio; ya que ahora es más fácil un simple “copy-paste” que
poner a trabajar las propias neuronas.
Imagine el lector aquellas épocas en que un
texto era manuscrito, cuando hoy existen plantillas, algoritmos y un montón de
recursos así como tecnología para hacer más fácil la tarea. Se ha recorrido un
largo trecho sin duda. Es como comparar el gnomon o el telescopio de Galileo
con el telescopio espacial Hubble.
Hace milenios, el acto de escribir un libro
era un arte en sí mismo, al margen del enfoque y tratamiento del tema. El
contenido era, si no secundario, algo menos trascendente que la caligrafía ya
que no se daba mucha importancia a cuán legible resultaba. Los trazos eran como
una prolongación del alma, un medio para comunicarse con un dios, cualquiera
que éste fuera.
El oficio de escriba tenia tal importancia
que gozaba de una gran consideración social. Venía a ser algo así como un
sacerdocio, una actividad con un estatus similar al de la nobleza. Tanto la
sensibilidad del escritor como las necesidades de los posibles lectores, eran
tomadas muy en cuenta.
Pero vamos a entendernos. Ni un libro así
como su lectura deben constituir un martirio sino un placer. De lo contrario es
mejor encontrar otra tarea. Dedicarse a ello no es una salvación religiosa
aunque muchos, a lo largo de milenios, lo hayan creído de esa manera. Un libro
es una labor que denota deleite para quien los ama, incluso aquellos como “El sutra
del Diamante” que en ocasiones —seamos francos— se torna un poco aburrido. No
son masoquistas sino enamorados genuinos de tal quehacer.
Para quien tenga afición por libros como “El sutra
del diamante”, es menester que tenga claro que su gusto es más bien
arqueológico, ya que las técnicas antiguas de impresión están por extinguirse,
si no es porque unos pocos arcaicos se obstinan en su empleo para que no fenezca.
La aparición del primer libro de la Humanidad
ya impreso, debió ser más revolucionaria que la de los medios digitales
contemporáneos. Es fácil demostrarlo ya que las llamadas actualizaciones en
materia de edición, pasan desapercibidas o se considera que no aportan gran
cosa. Muchos parecen sobrevivir sin las “mejoras” que surgen a cada rato o éstas
son hundidas por la indiferencia.
El hipotético giro que han traído los medios electrónicos
ha implicado grandes ventajas, pero también muchos riesgos. La piratería (ya se
mencionó) es uno de ellos; pero también la pérdida de la confianza acerca de
cuanto llega a nuestras manos.
Es un momento oportuno para poner una mayor
atención a los llamados “e-books” o libros electrónicos. Muchos llegan a donde
están por la propaganda que reciben o catapultados por industrias de “software”
y “hardware”. Cierto; se pueden argüir razones económicas o ecológicas en favor
del libro electrónico, pero también ha hecho que la lectura sea algo menos
íntimo, cosa que, también hay que admitirlo, a pocos les importa. Pero, no
seamos tan románticos. Hoy una persona puede tener acceso a toda una biblioteca
(o a varias) y, con solo oprimir unos botones puede consultar los libros de su
preferencia. Un estudiante ya no tiene necesidad de cargar con su mochila
repleta de volúmenes para asistir a clase.
Moraleja: no hay necesidad de mostrarse
optimista hacia el futuro de los libros electrónicos, ni ser tan pesimista como
para apostar por la desaparición del libro tradicional. Es muy pronto aún para estar
a favor o en contra de uno u otro formato.
Parece que hoy lo práctico ha sustituido a lo
artístico. Y aunque no se quiere caer en la vieja muletilla de “Antes era mejor,
ahora es una porquería”, todo indica que mucho hay de cierto. Hoy se puede
hacer un libro acerca de la más banal de las cosas, y como quien se hace un café
instantáneo para el desayuno.
Por lo pronto se puede leer “El sutra del
diamante”, al margen de que haya suspensión de energía, guerras, invasiones
cibernéticas u otras sorpresas desagradables, mientras se cuente con un
ejemplar impreso, aunque sea una copia del original.