Algunas calles de Pompeya
carecían de adoquines. Sulpicia acostumbraba recorrerlas cuantas veces fuera
conveniente para publicitar su trabajo. Como promotora de sí misma, se esmeraba
en la tarea debido a la numerosa competencia. Hacía trayectos mañana, tarde y
noche ya que, según su propia ética laboral, debía estar disponible las
veinticuatro horas. La clientela era huérfana de horario.
Con pleno convencimiento de que
para prosperar era necesario invertir, Sulpicia erogaba un porcentaje de sus ganancias
en su más importante herramienta de propaganda: suelas para sandalias.
Anunciarse con frecuencia era vital para mantenerse en el mercado, "en la
andanza" según la jerga del gremio.
Sulpicia tuvo
la idea de ofrecer sus servicios de un modo inusual al advertir cómo un
pastorcillo daba con una cabra perdida siguiendo el rastro. A ella le pareció
notable que entre muchas otras huellas de rebaños, el pastorcillo fuera capaz
de identificar sin titubeo alguno a la cabra fugitiva. El muchacho le dio a conocer
su secreto. Una pezuña de la cabra tenía una hendidura peculiar, muy abierta,
que la diferenciaba. De este modo la pesquisa era fácil. Sulpicia de inmediato
tuvo un brote de creatividad. Eso era lo que necesitaba: un distintivo, una
marca. Algo que la hiciera sobresalir del resto, un detalle único que no
tuvieran sus colegas. Con entusiasmo, se dirigió a su casa volviendo la cabeza
intermitentemente para mirar sus propias pisadas en el polvo.
El primer
experimento fue con un par de sandalias viejas a las que Sulpicia adhirió con
cola, unas cuentas de vidrio en una suela; las dispuso desde el talón hacia la
punta de tal forma que su nombre pudiera leerse. Luego de secar el pegamento,
hizo un experimento en el patio. Salvo por lo torcido de algunas letras, su
nombre quedaba perfectamente impreso en la tierra. Satisfecha con el resultado,
preparó la otra suela con la palabra "Sígueme". El resto no era más
que salir a las calles de Pompeya y la audaz campaña para atraer clientes
estaría en marcha.
Sin embargo,
Sulpicia pronto se dio cuenta con desencanto que en pleno trajín algunas
cuentas de vidrio terminaban por desprenderse. La idea era buena pero
mejorable. Un nuevo relámpago inspirador vino en su ayuda: sus sandalias con
suelas de madera. De hecho las prefería ya que estaban cubiertas por delante
protegiéndola mejor del agua y el barro, además de estar hechas con un
llamativo color rojo.
Primero intentó
ella misma grabar la suela con cuchillo, pero su impericia y las poco
hechiceras cortaduras en sus manos la persuadieron de que era mejor acudir a un
carpintero. A la vuelta de su casa había uno muy hábil quien le resolvió el
problema y hasta le hizo en tablillas de cera, varios diseños tentativos para
que eligiera según sus gustos y propósitos.
Sulpicia quedó
encantada con sus suelas. Podía caminar sobre los terrenos más inhóspitos con
la confianza de que sus huellas dejaban una nítida y muy particular marca, sin
preocuparse por la reciedumbre de su trajín.
Era la meretriz
más cotizada en toda Pompeya: "Sulpicia. Sígueme. 15 ases".