La tildan de
fatua e insípida pero su corazón es un remolino de lumbre inofensiva. No la
comprende el pueblo alemán aunque tampoco ella a sí misma. Tal aura de
tontuela, de mecanógrafa pintándose las uñas es un ardid que aprendió en el
convento. Mórbida como el Amor, único cometido que tiene en la vida, no aspira
a más que a un cuento de hadas, al romanticismo de una saga germánica en donde
ella es la lánguida heroína. Hay que disculpar sus idílicas abstracciones,
nunca tuvo una muñeca y su ternura no está entrenada para la realidad. Otro
secreto: le inquieta que la intuyan; su guardarropía es sólo un escondite, un
fulgente disfraz para encandilar a las visitas. Sus iniciales, EB, parecen
formar un desfavorable trébol de cuatro hojas en el broche junto al cuello.
Fuma imitando a actrices hollywoodenses pero su tedio es genuino: la ceniza que
pende del cigarrillo es un mal augurio. Pese a sus pícaros pómulos manzaniles
tiene una expresión de púdica melancolía, como después de un suicidio fallido.
A menudo sus pupilas, cual confituras de membrillo, miran con una beatitud elegíaca
que perturba. En torno suyo las aves de presa traman acrobacias bélicas y
discuten quién aniquila a quién. En el fondo ella es un ángel bávaro cuyos níveos
pies -tenues copos- flotan sobre torcidos cadáveres que parecen pilas de cartón. Se
tapa los oídos haciendo mohínes infantiles, en un acaramelado gesto por
confundir a los gritos rojos de la muerte. De noche sus almohadas intercambian
pesadillas.