Al desembarcar en Nueva York me puse muy nerviosa porque me advirtieron que las autoridades migratorias eran muy estrictas con la higiene y la salud. Por si fuera poco, a los irlandeses nos tenían por mugrientos. Cualquier indicio de enfermedad y adiós América. Mi aplomo durante el interrogatorio fue el mejor pasaporte. ¿Quién puede prohibirle la entrada a una joven a todas luces sana?
Tuve mucha suerte al encontrar empleo como cocinera poco después de mi llegada. Mi habilidad culinaria también fue definitiva. Pero ¿cómo iba a intuir que una elemental sopa de verduras pudiera ser dañina? Con la mitad de mis comensales aquejados por fiebre y dolor de cabeza decidí que era mejor hervir ollas en otra parte. Me aceptaron en un hogar aristocrático. Ahí tuve que recibir a un agente de la policía porque uno de los que paladearon mi sopa había muerto. ¿Era sospechosa? Previendo que no me dejarían tranquila empaqué de nuevo. A mi siguiente trabajo llegó la noticia de otra cadena de enfermos, todos adeptos de mis platillos. Me marcaron como portadora de tifoidea. Mi querella ante la ley fue en vano. Fallecieron dos más. Fue una tortura mi peregrinar entre empleos y alojamientos. Buscando refugio y purificación hube de ocuparme en la cocina de un hospital. Lo supuse un logro mas perdí la batalla. Dicen que contagié a medio centenar. Tengo ya venticinco años en cuarentena, apartada en un rincón del hospital. Al menos tengo mi cabañita. Ya no cocino.
Mary Mallon