De adolescente, tu fotografía iba en mi libreta y venerada bajo mi brazo. Eras mi lugar de peregrinaje, mi Pirámide del Sol, mi Stonehenge. Recinto sagrado con un solo feligrés y de un tiempo anterior a la escritura.
Tu mirada era mi autógrafo y mi alma tu estudio de cine. Aunque nunca fui parte de tus libretos, hacía reverberar tus diálogos en mi cabeza por si llegabas a requerir de un sustituto. Dama ceremonial de andar catedralicio: te volviste objeto de mi culto, mi religión llena de fe. Surgía de tu belleza una peculiar fragancia de divinidad. No eras mujer fatal sino criatura celeste, estrella del escenario y bendecida por la prensa: ángel femenino iluminado. Fílmica flor luciéndote en la arena de la playa. Estrella marina de estreno cotidiano sobre la costa. Peliculesca sirena sin necesidad de reflectores ni pantallas. Solsticio y equinoccio que se reverencian, fulgor que auxilia en vísperas de eclipse. No hay glamour de actriz en tus guiños y mohínes sino estilo y elegancia irradiando de tus ademanes.
Y ahora... luces, cámara, acción.