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martes, 15 de mayo de 2012

Winona uñas largas


Comencé desde muy pequeña robando barras de chocolate en la tienda de la esquina. En realidad a mí no me gustaban los dulces por lo que se los ofrecía a los niños pobres del barrio que, harapientos, iban de un lugar a otro, haraganeando en lotes baldíos o en busca de alguien a quien gorronearle una moneda. Luego el impulso me vino cada domingo en la iglesia. Mi objetivo: el cesto de las limosnas. El párroco era un papanatas. Igual yo terminaba repartiendo el botín entre los vagos del rumbo ya que el dinero me era indiferente pues nunca anduve corta de fondos. En las casas de mis amigas no sé porqué me dio por llevarme las trusas y calzones de sus papás. En tal caso no me era posible andar por ahí regalando paños menores en la vía pública, por lo que, yo muy magnánima, los donaba al asilo de ancianos. En los hoteles no dejaba nada a la hora de partir: jabones, frascos de champú, toallas, batas, papel sanitario, plancha, la Biblia en el cajón, la secadora para el pelo, los sobres y hojas para la correspondencia, bolígrafos. La caja fuerte era muy complicado.
El problema fue en el almacén de Nueva York. Tenía blusas de sobra ¿para qué meter en mi bolso un vil trapo de lentejuelas de mil dólares? ¿En qué cabeza cabe coger un lápiz labial carísimo cuyo tono ni siquiera va con mi tipo de cara? ¿De dónde obtuve la idea de hurtar un bikini fosforescente si ni siquiera sé nadar? ¿Y ese horrible sostén de señora cuando yo todavía compro los míos en el departamento de adolescentes?
Y el policía, muy lindo, pidiéndome un autógrafo antes de arrestarme.