Soñé que la
Señorita Cometa soñaba conmigo. Ella una hermosa joven veinteañera con un magno
kimono de seda, yo un niño de once inventando el japonés. Estábamos de lo más
elocuentes y jocundos. Compartíamos un plato de sushi, ella con tenedor yo con
palitos. Sake para mí, tequila para ella. "Kometo-san", le decía y
para impresionarla tuve la ocurrencia de improvisar un abigarrado jaicú sobre
cerezos, bambúes, campos de arroz, orugas, abanicos de papel, patos salvajes,
ranas, flores de ciruelo y las cuatro estaciones sin omitir al monte Fuji. Todo
en diecisiete sílabas.
En la parte
crucial de mi trance onírico cometí una imprudencia: le revelé que en mi
primera comunión expuse al sacerdote como pecado introductorio, el ritual de
tocamientos impuros que a diario realizaba en mis contornos pudendos pensando
en ella, a modo de tributo amoroso. A Kometo-san no le hizo gracia mi actitud
inverecunda. Con gesto airado extrajo de la nada su varita mágica y con un pase
me cubrió con una horrenda botarga hecha con tela de tartán que me hacía ver
como espantapájaros escocés, igualito a Chivigón. Cariacontecido, dejé escapar
una lágrima trémula como el rocío aunque de bisutería. La conmoví. Tanto que
que ella tuvo a bien devolverme mi forma humana pero un poco mayor, un mozo
compatible. Ante tan feliz coyuntura, invoqué a la diosa Xochiquétzal con un
conjuro y lanzando al aire un idolillo de obsidiana. De inmediato la Señorita
Cometa quedó despojada de su sofisticado kimono para quedar con la soberbia
minifalda que dejaba lucir las piernas que tanto me enloquecían cuando así aparecía
en su programa de televisión.