Entiéndeme
bien, escritorzuelo: quiero que en la próxima página —a más tardar— acabes con ese personaje que me ha amargado la vida y a quien odio tanto. No me
importa cómo lo consigas ni que esto parezca un conjuro. Haz que se atragante y
muera de asfixia cuando la mujer que amo le haga probar mi receta favorita pero
cocinada para él. Que agonice lentamente por la picadura de un alacrán
escondido en las botas que me robó. Ponlo a correr por las calles para que
resbale al pisar mierda de perro callejero y se rompa la cabeza. Que sufra un
infarto mientras se carcajea ante mi foto nupcial. Sería estupendo que fuera la
víctima inaugural de una novela detectivesca sobre un asesino serial en ciernes,
empujado al crimen por la infidelidad de su novia. Nada más alentador que saberlo
cadáver putrefacto en un relato sobre un mosquito epidémico asolando una isla
tropical. Apela a tu imaginación para una muerte innovadora inyectándole tinta
en las venas. Me regocijaría leer con todos los detalles, un pasaje en el que
una congestión alcohólica lo despachara al otro mundo, no sin antes pasar por
un bello estado de coma. Que lo
castraran las puertas de un elevador al cerrarse y muriera por una hemorragia
idéntica a tu verborrea. Regálale un ejemplar del Kamasutra infectado con esporas de ántrax en
cada capítulo, o un cachorrito chihuahueño lleno de pulgas con peste bubónica.
Haz que lo aplaste una avalancha de tus obras completas e inéditas. Inspírate
para que lo linchen todos los plagios que abundan en tus textos. Piensa en este
genial golpe creador: que los errores ortográficos de mi mujer lo fulminen de
vergüenza ajena.