Soy tan feo
que si un mal artista dibujara en la penumbra mi rostro, sólo podría mejorarlo.
Huyo de la ventana cuando veo a una persona acercarse, no tanto para evitarle
el trabajo de saludarme sino para evitarme el bochorno de que no lo haga. Si
volver a nacer me fuera permitido, me gustaría hacerle unas frívolas
recomendaciones al Creador acerca de mi fisonomía y proporciones corporales. Si
Dios hizo al hombre a su imagen y
semejanza, no quiero sacar conclusiones. La única recompensa que me aporta mi
fealdad es la capacidad de reconocerla. Por suerte, mi nariz es la única parte
de mi cara que puedo ver sin un espejo.
Yo sufro con
anómalo cariño la monstruosa belleza de ser feo.
En estos días
en que el culto a la belleza es casi obligatorio, un asunto de vida o muerte;
el club de los feos se ha reducido -parece- a un gremio muy exclusivo.
Mi cuerpo y yo
no congeniamos: tratamos de ignorar que el otro existe. Nunca seremos uno. Eso sí, mi cerebro y mi corazón son muy bien avenidos: como soy jorobado,
están más cerca el uno del otro.
Si hubiese
podido prescindir del Supremo y crearme yo solo, nuevo entero, en forma y en
tamaño; jamás les fallaría. Todo por darles gusto.
* (Pastiche sobre aforismos de Georg Christoph Lichtenbrg. Astrónomo, físico y filósofo alemán. Feo, casi enano y jorobado. Un genio.)