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miércoles, 9 de octubre de 2013

Todos campeones





Al jefe de los tangú en Nueva Guinea, le gustaba combinar la tradición con la modernidad. No era un líder obtuso y con beneplácito acogía las experiencias enriquecedoras provenientes del resto del mundo. De modo que hizo convocar a su pueblo para que presenciara una justa deportiva doble: primero un partido de tnketak y después -por vez primera en la comarca- uno de futbol. Aquella mañana dio la bienvenida a los participantes con un vehemente panegírico y el primer evento tuvo principio. El tnketak era el mayor recreo atlético de la tribu, con la misma dinámica que el boliche: hay que derribar piezas de coco parecidas a los pinos, mediante una fruta grande y seca que se hace rodar con vigor. El jefe veía con agrado el desarrollo del encuentro y los vítores del público denotaban gran júbilo. Resultado: un merecido empate entre los dos equipos contendientes.
Tras una corto festejo, el jefe de los tangú hizo un anuncio antes de iniciar el próximo acontecimiento: “La nación Tangú se complace en abrir sus puertas a un nuevo deporte... el futbol. Únicamente hemos introducido unas pocas variantes en las reglas para que pueda ser admitido en nuestra civilización: no hay ganadores, no hay perdedores y no hay árbitros”. Una delegación europea de autoridades futbolísticas, invitada de honor a tan magno capítulo en la historia, no tuvo más remedio que oponerse. Aquello era inconcebible pues iba en contra de la filosofía competitiva occidental. Nuestro anfitrión les explicó de modo gentil. Para un tangú era indigno ganar o perder, constituía un deshonor, algo inmoral. Su mística de la amistad, la equivalencia y la cooperación los obligaba a perseguir el empate a toda costa; y si para lograrlo era preciso un juego de horas, días o semanas, lo hacían. Asimismo, en los torneos la meta era un primer lugar colectivo: todos campeones. No obstante, también registraban sus hazañas: para ellos un marcador cero-a-cero constituía un partidazo. “Lo importante es empatar”, les dijo.