Durante mi infancia siempre quise que mi nariz conociera la fetidez de los zorrillos. Era tal la protesta de las personas por lo hediondo de tan simpaticas criaturas, que ello despertó mi curiosidad. Repudio semejante me parecía una exageración, algo así como una forma deleznable de difamar a un idefenso animalito. Porque el zorrillo es eso: una especie pequeña que irada simpatía e incluso estilo y finura. Su fama de apestoso le ha dado cierto prestigio; los privilegios de una celebridad.
Lo cierto es que su insigne pestilencia la percibí por vez primera ya siendo un adulto. Su potente rociador o espray no fue un ataque sino un recurso de defensa. El olor puede penetrar los contornos y superficies de seres vivos y de cosas durante varias semanas, casi un mes. Es equiparable al tufo de un jugador americano tras un duro encuentro en la cancha o cualquier atleta sometido a mucho ejercicio corporal. Los menjurjes caseros para erradicar la peste no son muy eficaces. Se debe reconocer que tiene una excelente puntería y que ese hedor, que parece una mixtura de huevos podridos y orines rancios, además de impregnar la piel y la ropa de las personass, tiene poderes terapéuticos. Si se tienen las fosas nasales congestionadas, el zorrillo tiene la cura. El efluvio es tan penetrante que se abre paso a través de las flemas.
Menos mal que la sustancia que arrojan no es peligrosa. Si uno se intoxica es de consultas sobre perfumería. Téngase en cuenta que los seres humanos, para ser precisos, no despedimos lo que se dice, un olor a bálsamo o incienso. Somos igual de apestosos.