Mi niña ambarina:
Te escribo porque extraño tu boca de
dátil maduro. No me censures la analogía sentimental con que te evoco, pues por
tus labios he aprendido a divinizar al tacto. Me agrada acosar a esa miel de
tus besos como si fuera un niño en pos de vedadas dulzuras. Te quiero por tu
rostro de sol soñoliento.
En estos últimos días me la he pasado
concibiendo toda clase de extravagancias con respecto a tu imagen que parece un
recinto de palomas risueñas. Esta misma carta es prueba de ello: en sus estrafalarios
renglones dejo constancia de mis delirios y empeños. Hago comparaciones
inauditas pero espontáneas, como cuando alabo tu cabellera insumisa que
aparenta ser cómplice del viento. Ya casi no creo en mis sentidos ni en mi
otrora diáfano sentido común. Me ofusco al mirarte en un ámbito de huidiza e
intacta niebla, como una fantasmagórica visión que burlona me hace ademanes
para que me acerque; mas te alejas una y otra vez cuando en vano extiendo mis
brazos hacia ti. Contigo pero sin nadie. A tu lado pero solo en un ilógico
festejo: la lluvia se desplaza hacia arriba y el amanecer surge por el sur
cuando me sorprende borracho con un ramillete de flores marchitas. No nací para
el alejamiento, para lo remoto inaccesible. Añoro tu cuerpo de hoguera intáctil
que me envuelve en un mágico deslumbre, tu arquitectura carnal que me tortura y
solivianta cuando me montas como si fuera un corcel de espuma turbia,
poseyéndome cual amazona bárbara y romántica. Te echo de menos como nunca, como
quien se desarraiga de su apacible morada. ¿Recuerdas que una vez comparé el
ardor de no tenerte con la sed? Me hace falta tu primaveral presencia. Para
contrarrestar en forma ineficaz tu partida, trazo garabatos con tu nombre. En
el colmo de la exageración y el dramatismo coloco mi mejilla menos maltratada
en el suelo que has pisado.
Vuelve pronto.
Tuyo.