Yo era joven y apuesto. En nuestra primera cita ella se propuso desnudarme a la menor oportunidad, lo cual hizo. Con una brocha se afanó untándome en todo el cuerpo una sustancia pegagosa que yo creí miel pero tenía un olor penetrante como a barniz. Luego me condujo a empellones hasta el patio de su casa, en donde me ató a un gran roble con nudos tan complicados de los que que ni el mismo Houdini hubiese podido escapar. Intenté pedir auxilio pero mi boca estaba prácticamente sellada por el menjurje embadurnado. Acto seguido, tuve que sufrir el embate de puñados de tierra, hierba y hojarasca. También me ungió de pies a cabeza con estiércol de camello previamente rociado con ácido (“El color es de vital importancia”, dijo). Blandiendo una fusta me produjo llagas enormes en las cuales se puso a vaciar cera quemante (“Una textura adecuada requiere trabajo”, sostuvo con un ademán justificatorio). Así estuve un tiempo a merced de las sogas, de la intemperie; con días lluviosos, después soleados de calor extremo. Viento y polvo. Tormentas de granizo que martirizaron mi cráneo. Gélidas noches que hirieron aún más mi piel. Al cabo de semanas, me liberó colmándome de mimos y disculpas. Eran gajes del oficio según ella. Falsificadora de antigüedades.