jueves, 23 de febrero de 2012

El arte perdido de la tarjeta postal



El arte perdido de la tarjeta postal (*)

Charles Simic

A diferencia de la escritura de cartas, nunca ha habido, y nunca podría haber, una antología de lo mejor en la escritura de tarjetas postales, porque cuando la gente colecciona tarjetas, usualmente es por razones ajenas a la calidad literaria. Si hubiera tal libro, estoy seguro de que contendría cientos de anónimas obras maestras de este arte minimalista, ya que a diferencia de las cartas, las postales requieren concisión verbal que puede elevarse a altos niveles de elocuencia: breves y conmovedores atisbos en la existencia de alguien, además de incontables anécdotas amenas y bien contadas. De vez en cuando uno encuentra en tiendas de antigüedades y libros usados cajas llenas de viejas tarjetas postales valoradas por su antigüedad, sus imágenes y sus estampillas. La escritura encontrada en la mayoría de ellas tiende a ser en tinta descolorida y difícil de leer. A cualquiera con tiempo de sobra a la mano, le recomiendo leer un montón de ellas. Las tarjetas postales continuaron siendo utilizadas por personas de medios escasos para transmitir novedades familiares mucho después de que los teléfonos dejaron de ser una novedad. En una ocasión me topé con una que decía:

Francis Brown murió anoche, funeral el Martes.

Eso era todo. La imagen en el otro lado de la postal era un famoso caballo de carreras de los 1920's, así que inmediatamente me imaginé a Mr. Brown con un sombrero de paja, un bastón en su mano con guante y un clavel en la solapa, deteniéndose por una cerveza en una taberna antes de tomar el tranvía para emprender ruta en Boston o San Francisco.
Así que, estimado lector, si en tus vueltas diarias, en un café o restaurante das con una pobre alma sentada sola ante una tarjeta postal y visiblemente agobiada acerca de qué escribir, compadécete de él o de ella. Son los últimos de una especie y son casi con seguridad gente madura o anciana, preocupada y nerviosa por todos los problemas que enfrenta la gente mayor en este país. Pero este puede ser un momento de respiro para ellos, sentados ahí, lamiendo una estampilla de veintinueve centavos y buscando un buzón en la calle para enviar lo que podría convertirse en la última postal que escribirán, con la foto de un hermosa ciudad o un pueblo con un mensaje que podría ser interesante o del todo embarazoso de leer, pero con seguridad bien recibido por el destinatario desconocido, ya sea en provincia próxima o a través de muchas zonas horarias en otro continente o lugar que tú y yo ni siquiera podemos imaginar.

(*) Más propiamente: El arte perdido de escribir una tarjeta postal.

The lost art of postcard writing

Charles Simic

Unlike letter writing, there never has been, and there never could be, an anthology of the best of postcard writing, because when people collect postcards, it’s usually for reasons other than their literary qualities. If there was such a book, I’m sure it would contain hundreds of anonymous masterpieces of this minimalist art, since unlike letters, cards require a verbal concision that can rise to high level of eloquence: brief and heart-breaking glimpses into someone’s existence, in addition to countless amusing and well-told anecdotes. Now and then one encounters in antique shops and used book stores boxes full of old postcards valued for their antiquity, their images and their stamps. The writing found on them most often tends to be in faded ink and hard to read. To anyone with plenty of time on their hands, I recommend reading a bunch of them. Postcards continued to be used by people of modest means to convey important family news long after telephones ceased to be a novelty. I once came across one that said:

Francis Brown died last night, funeral on Tuesday.

That was all there was. The image on the other side of the card was of a famous race horse from 1920s, so I immediately pictured Mr. Brown with a straw hat, a cane in his gloved hand and carnation in his lapel, stopping for a beer in a saloon before catching the streetcar to go to the track in Boston or San Francisco.
So, dear reader, if you happen, on your daily rounds, to come across in a coffee shop or a restaurant some poor soul sitting alone over a postcard and visibly struggling with what to write, take pity on him or her. They are the last of a species, and are almost certainly middle aged or elderly, already nervous and worried about all the problems older people face in this country. But this may be a moment of respite for them, as they sit there, happily licking a twenty-nine cent stamp and looking out to see if they can spot a mailbox in the street, to send what may turn out be the last card they will ever write, this one with a picture of your beautiful town or city, with a message that might be interesting or downright embarrassing to read, but most assuredly will be welcomed by its unknown recipient, either in the next state or across many time zones on some other continent and place you and I can’t even begin to imagine.