sábado, 4 de febrero de 2012

Homo Lectoris (Lector congénito)


Lector congénito

Abren la caja que contiene los textos gratuitos de la escuela primaria. Los reparten. La maestra ordena: “No los abran hasta que yo diga”. Somos unos güercos de seis años. Cuando por fin da la venia, mi primera reacción es meter la nariz entre las páginas de uno de ellos: huele a tinta y pulpa de madera. Un aroma delicioso que desde entonces mueve los resortes de mi memoria. Aspiro fuerte, con harta concupiscencia. Un rito que me ha acompañado toda la vida.
Si eres de índole salaz, los libros impresos en papel no te abandonarán nunca. A la lujuria del intelecto se le unen la prueba táctil, el ágape aromático y la orgía visual. Un volumen de magia sobre el pupitre patuleco, un tomo de -como diría el egiptólogo al dar con la cámara funeraria del niño faraón de la máscara dorada- “cosas maravillosas”.