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miércoles, 12 de septiembre de 2012

Homo Lectoris 5 (Leehelenistas)


Leehelenistas


Para los griegos era más importante saber leer que escribir. Al menos en eso los eruditos parecen estar de acuerdo. En lo que no coinciden es en definir si prevalecía la lectura en voz alta o en silencio. El sentido común nos inclina hacia la primera práctica ya en la Grecia Clásica el predominio en la vida cotidiana era de los textos utilitarios, de profesión: decretos, contratos, transacciones, discursos, demandas, pasquines e incluso publicidad. Por otra parte, la scriptio continua (escritura continua, sin espacios ni signos de puntuación) que se usaba entonces y se siguió usando muchos siglos después; hace pensar que la lectura en voz alta era de mayor ayuda para desentrañar el sentido de lo escrito. No obstante, hay evidencia de lectura privada, silenciosa, con fines de entretenimiento. Y es que en la Grecia antigua no todo eran libros de filosofía, retórica, tragedias, historia, ciencias, medicina y otras tantas disciplinas consideradas como "excelsas". No. También había libros de cocina, de carpintería al estilo de "hágalo-usted-mismo", de consejos de belleza, de chistes y de chismes, de confección de ropa, de diseño de acueductos, de caza, de manejo de armas, de jardinería. Hasta libros pornográficos que por desgracia no se han reeditado.

Sócrates desconfiaba de los libros, tal vez por ello no escribió ninguno. Y la actividad de la lectura llegó a parecerle un impedimento para el desarrollo de la reflexión personal, del pensamiento propio. Un excesivo contaminarse de ideas ajenas propiciando la atrofia intelectual, el ocio de las neuronas.
Parece que el gran filósofo atribuía a los libros un defecto que hoy se considera una virtud: las múltiples interpretaciones del texto, la libertad de elegir el uso del contenido. Platón, su discípulo, secundaba -con algunas reservas- la postura de su maestro. En cambio Aristóteles, discípulo de Platón, enloquecía por los libros.

Séneca, en sus cartas a un destinatario tal vez ficticio llamado Lucilio, desaconseja la lectura de muchos libros sugiriendo en cambio leer poco y en forma muy selectiva. Sus razones: leer demasiados libros era un malgasto del espíritu, un extravío. Una disipación absurda y nociva propia de las almas enfermas. Un proceder depravado de las mentes desordenadas. A los que encontraban gozo en ir de un libro a otro, repetía esta máxima: "Es propio de un estómago inapetente probar muchas cosas, las cuales, siendo opuestas y diversas, lejos de alimentar, corrompen".

Ya entonces se quejaban de los muchos libros en circulación. Eso no ha cambiado.




sábado, 31 de marzo de 2012

Homo Lectoris 3 (Aporías del lector)



Aporías del Lector

1) Leer no implica superioridad moral.
2) Más que conocimiento y, primero que todo, la lectura pone a la mano el placer.
3) Quien se pronuncie: “No hay libro malo”, no ha leído lo suficiente.
4) Es más gratificante el buen leer que el buen escribir.
5) Leer con calidad. Aunque no existe nada llamado “Lector de primera categoría”.
6) La lectura no es ninguna panacea.  Ya es bastante que a veces cure el aburrimiento.
7) La lectura y los libros constituyen un idilio impráctico. (No conduce a un provecho material).
8) No es ningún despropósito alternar la lectura de dos o más libros en paralelo.
9) Para releer es requisito indispensable leer primero.
10) Releer un buen libro es leer distintos libros.
11) No se puede leer y transmitir oralmente o por escrito la experiencia.
12) Leer ideas es una cosa. Entenderlas, una segunda. Aplicarlas es la tercera.
13) Para fomentar la lectura, nada mejor que declararla ilícita junto con los libros.
14) La lectura es como cualquier religión. Se le pueden imputar todas las virtudes y vicios de la humanidad. Puede conceder consuelo, iluminación, paz interior; o contribuir a la pleitesía y superstición más repugnantes.




sábado, 4 de febrero de 2012

Homo Lectoris (Lector congénito)


Lector congénito

Abren la caja que contiene los textos gratuitos de la escuela primaria. Los reparten. La maestra ordena: “No los abran hasta que yo diga”. Somos unos güercos de seis años. Cuando por fin da la venia, mi primera reacción es meter la nariz entre las páginas de uno de ellos: huele a tinta y pulpa de madera. Un aroma delicioso que desde entonces mueve los resortes de mi memoria. Aspiro fuerte, con harta concupiscencia. Un rito que me ha acompañado toda la vida.
Si eres de índole salaz, los libros impresos en papel no te abandonarán nunca. A la lujuria del intelecto se le unen la prueba táctil, el ágape aromático y la orgía visual. Un volumen de magia sobre el pupitre patuleco, un tomo de -como diría el egiptólogo al dar con la cámara funeraria del niño faraón de la máscara dorada- “cosas maravillosas”.


viernes, 4 de junio de 2010

Fanfarria para un hombre común



Ser un hombre común es mi derecho,
con mi vivienda a plazos y mis vicios,
propósitos de enmienda y de ejercicios,
sonrisa gris y un dedo contrahecho.

Con femeninos dardos en el pecho
al amor he brindado mis servicios,
y es quizá, de entre todos mis oficios,
del que menos pensé sacar provecho.

Me abstraigo, leo, canto, voy al cine,
a veces soy —a veces— buena gente
con algunos, y no es que discrimine.

Con mañas hallo tiempo insuficiente
para lo que es, supongo, a lo que vine:
gozar, para que conste en mi expediente.



“Sonetos amoristas” primer poemario de los dos integran el libro presenta como estrategia discursiva el humor invocado por un sujeto lírico que cuenta episodios de su vida en relación con la mujer a la que aspira, la que llega a ser su pareja, y aun aquella de la que se despide con un recado en el refrigerador; “Xonetos”, el segundo poemario también tiene como centro visual al mismo sujeto irónico que, sin embozos y según su estado de ánimo se contempla en aguas narcisistas, lanza un S.O.S. o vaticina su muerte, “de la afección más grata:/ de un mujeril y puro incitamiento/ estirando mi pene y no la pata”.
(Sinopsis de la Editorial)