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jueves, 18 de abril de 2013

Homo Lectoris 6 (Tabletas de Barro)




Para contrarrestar tiempos de malas cosechas, nada mejor que un buen libro. Los sumerios lo sabían. Hace milenios, leerle a los plantíos en voz alta resultó un método de gran eficacia para que la agricultura prosperara. En una región donde el tornadizo río Éufrates cambiaba de curso con impredecible frecuencia, y cuyo caudal se evaporaba en buena medida antes de llegar al mar; las sequías eran comunes. Un escriba con buena dicción era capaz de convocar la lluvia leyendo una tablilla con historias de las dinastías reales. Los mitos de los dioses eran buenos plaguicidas. Relatos directos, sencillos pero cautivadores, muy alejados de los retruécanos bíblicos judeocristianos. Los dioses son huraños e indómitos como un río. Para infundir ánimo en las semillas, les leían horóscopos: El león siempre confía en los buenos presagios. Las civilizaciones mesopotámicas gustaban mucho de los géneros proféticos y creían que los sembradíos los secundaban en tales preferencias. Los textos sapienciales, aderezados con máximas y proverbios, eran leídos asiduamente a los campos de cebada para asegurar el suministro de cerveza. Para renovar la fertilidad de los suelos, los conjuros de los ancestros se leían por lo general como una larga retahíla de versículos llenos de paralelismos con la naturaleza.
Fue en la última parte del segundo milenio antes de nuestra era, cuando se produjo una intensa campaña para seleccionar las mejores obras literarias. Había editores y catálogos (no eran E-books sino Clay-books). Se hicieron traducciones y versiones nuevas de clásicos éxitos de ventas como "La Epopeya de Gilgamesh" y otros títulos en las listas de popularidad. Se instauraron escuelas de lectura en voz alta, al frente de las cuales figuraba un escriba célebre quien se ocupaba de los entrenamientos. Hombres y mujeres egresados de estos centros, eran considerados seres bienhechores.

domingo, 15 de abril de 2012

Homo Lectoris 4 (La alfarerita de Warka)




La alfarerita de Warka

Entre plato y cántaro se da tiempo para leer un par de páginas. Siempre las mancha de barro: la ansiedad le impide enjuagárselas como es debido. Esta forma de distribuir actividades la estimula porque lejos de robarle concentración le permite volver mentalmente a lo leído combinando la labor manual con el intelecto. Modela a mano ya que no tiene torno ni dinero para comprarlo, y no está en sus planes meter uno en el tallercito que es también vivenda puesto que hay necesidades más urgentes. Al tamizar la arcilla interrumpe de nuevo su tarea para distraerse con otro párrafo. No se da cuenta de que rechina los dientes mientras lee. Duda en considerar lo suyo un mal, un vicio. No puede evitarlo, es un acto reflejo y orgánico. Como lectora congénita prefiere la técnica de hacerlo en silencio y con los ojos, pero sobretodo, para adentro, en pletórica intimidad. Una sensación indefinida la induce a vincular su quehacer de alfarera con los caracteres del texto. Quizá porque los signos le sugieren huellas de pájaro en el lodo, o le evocan aquellos vasos que vio una vez en el mercado de Warka, con imágenes de hombres y mujeres leyendo. Ella no es tan hábil para decorar, de modo que se contenta con uno que otro detalle geométrico en sus objetos.
Cuando va a la noria por agua suele tropezarse: con la mirada fija en la lectura no tiene cuidado ante el sendero. Si necesita reunir leña para cocer los cacharros, se da una tregua para continuar con su afición sentada en un tronco. Vive sola y es tan pobre que no le alcanza con su oficio para adquirir libros. La poca gente que le compra vasijas es tan humilde como ella. No pudiendo comprar libros se los escribe ella misma.