domingo, 31 de agosto de 2014
martes, 18 de febrero de 2014
Homo Lectoris 8 (Adiós Gutenberg)
Entrañable Guty:
Algo abatido te mando estas palabras (con
letra de molde, en honor tuyo). ¿Sabes?, desde hace varias décadas el libro
tradicional por el que tanto hiciste, ha tenido al menos tres enfáticos
augurios de muerte: con la radio, la televisión y el libro electrónico. Pero el
adiós definitivo, mi buen Guty, no llega y los árboles parecen resignados; no
sólo por la celulosa que aportan sino también por los huacales de tomate que
los pobres como yo empleamos como estantería para nuestros ejemplares.
Quizá ya te llegaron noticias sobre el
nuevo invento para leer: ¡Qué ironía! Una chimistreta parecida a las viejas
tablillas de Mesopotamia pero con una diferencia: no te ensucias las manos con
zoquete.
¿Quieres que te envíe una de regalo?
Nunca hay que olvidar las lecciones del
pasado. ¿Recuerdas cómo te condenaron los escribas, monjes y calígrafos por tu invento?
Pero no seamos aguafiestas. Siempre es aventurado vaticinar que un invento
erradicará una vieja práctica. Tratándose del libro, es obvio que el electrónico
y el de papel influyen distintamente en el modo en que una persona se ve a sí
misma. A medida que una persona agrega ejemplares en tres dimensiones a sus
anaqueles va modelando su propia imagen como lector. Ello origina un vínculo
quizá extravagante pero hondo. En cambio, todo indica que un libro guardado en
el disco duro de una computadora o cualquier dispositivo de almacenamiento anda
como al garete, sin dueño. No es un objeto "de verdad". Por alguna
razón los volúmenes digitalizados no logran el mismo grado de intimidad con los
lectores como el libro a la antigüita. ¿A qué se deberá? Sólo las próximas generaciones podrán
responder.
Poco importa que en un adminículo que cabe
en la palma de la mano, quepan también las bibliotecas de Alejandría, Nínive y
el Vaticano. Aquí entre nos, Guty, me dan risa los apologistas del libro
electrónico cuando afirman que pueden llevarse cientos de títulos a cualquier
parte; lo declaran con tal fanfarronería como si los fueran a leer todos. Además,
la porfía sensiblera con que manifiestan su preocupación por el medio ambiente
no es menos risible: olvidan que los bosques son renovables y que el papel se
recicla. En cambio su aparatito de lectura se vuelve obsoleto en el dilatado
plazo de un año y terminará como un contaminante más en un vertedero de basura
igual que los discos compactos, los walkman, los viejos celulares y otras
tantas baratijas electrónicas que hay que incinerar una vez que se remueven las
pocas partes reutilizables. Según Greenpeace, basándose en datos de Apple
(después te explico), cada usuario-lector debe leer unos 30 e-books de 350
páginas en lo que dura el ciclo de vida de una tableta electrónica para que sea
preferible, ecológicamente hablando, al libro de papel. Te lo juro Guty: en los
últimos cinco años el consumo mundial de papel no ha disminuido, al contrario,
ha mantenido un leve crecimiento.
El libro electrónico versus el libro de
papel. Me conmueve la gente cuando repite: "Lo único importante es el
contenido" y "lo que cuenta es leer"; son bonitas frases
paladinescas que no van muy de acuerdo con nuestro prehistórico fetichismo. El
libro electrónico versus el libro en papel. Cada quien da sus razones para
elegir uno u otro. A los adeptos al libro de papel se les critica el toque
emocional de sus motivos. Un modo incomprensible de descalificar porque en
cualquier formato, hasta a un libro técnico, utilitario, de repetitiva consulta,
un código, el diccionario de la RAE o un frío manual, uno termina teniéndole
afecto. Algunos le llaman camaradería.
En fin Guty, me despido sin decirte adiós
pues parece que no es el medio, el modo ni el momento.
PD. Por fin terminé de leer la Biblia que
me regalaste.
jueves, 13 de febrero de 2014
Vericuentos 13 (Previsor)
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domingo, 26 de enero de 2014
La bandera pirata de Ana Bonny
La Vida se la toman muy a pecho, el miedo a perderla los paraliza. Hay que excederse sin temor: la tierra prometida está en el muelle y su botín de tabaco, vino, doblones de oro y piedras preciosas. Cuando zarpo en busca de tesoros es como emprender un viaje a celestiales pesadillas. En el mástil izo mi estandarte pendenciero y una bandada de aves carroñeras me anticipa los vientos y las olas. Domino el idioma de las estrellas gracias a mis nocturnas confidencias: cuando el torpe vigía duerme y nadie me ve, camino en la cubierta con las constelaciones como bisutería sobre el chal blanco que hurté a una meretriz holandesa.
Se me odia con espanto porque mi hermosura no es un devaneo de mi alma. Soy una reina entre los mares, una deidad con su propio paraíso; en mi bergantín también hay ángeles de plumaje homosexual que llevan pata de palo. Todos cojeamos y tenemos un modo fanfarrón de exhibir nuestrar heridas. Ataco sin piedad emitiendo depravados alaridos. Puedo arrancar narices con una dentellada o disputarme en un duelo al cretino que me plazca: mi mal gusto es definitivo. Brindo con ron por mis macabros y pésimos modales. Nada seduce tanto a un hombre como la vulgaridad en un bello rostro de mujer, en especial antes de un paseo por la borda, sobre la tabla que conduce a los tiburones arremolinándose mar abajo.
sábado, 4 de enero de 2014
Vericuentos 12 (Señorita Cometa)
Soñé que la
Señorita Cometa soñaba conmigo. Ella una hermosa joven veinteañera con un magno
kimono de seda, yo un niño de once inventando el japonés. Estábamos de lo más
elocuentes y jocundos. Compartíamos un plato de sushi, ella con tenedor yo con
palitos. Sake para mí, tequila para ella. "Kometo-san", le decía y
para impresionarla tuve la ocurrencia de improvisar un abigarrado jaicú sobre
cerezos, bambúes, campos de arroz, orugas, abanicos de papel, patos salvajes,
ranas, flores de ciruelo y las cuatro estaciones sin omitir al monte Fuji. Todo
en diecisiete sílabas.
En la parte
crucial de mi trance onírico cometí una imprudencia: le revelé que en mi
primera comunión expuse al sacerdote como pecado introductorio, el ritual de
tocamientos impuros que a diario realizaba en mis contornos pudendos pensando
en ella, a modo de tributo amoroso. A Kometo-san no le hizo gracia mi actitud
inverecunda. Con gesto airado extrajo de la nada su varita mágica y con un pase
me cubrió con una horrenda botarga hecha con tela de tartán que me hacía ver
como espantapájaros escocés, igualito a Chivigón. Cariacontecido, dejé escapar
una lágrima trémula como el rocío aunque de bisutería. La conmoví. Tanto que
que ella tuvo a bien devolverme mi forma humana pero un poco mayor, un mozo
compatible. Ante tan feliz coyuntura, invoqué a la diosa Xochiquétzal con un
conjuro y lanzando al aire un idolillo de obsidiana. De inmediato la Señorita
Cometa quedó despojada de su sofisticado kimono para quedar con la soberbia
minifalda que dejaba lucir las piernas que tanto me enloquecían cuando así aparecía
en su programa de televisión.
viernes, 22 de noviembre de 2013
Una chica rumana
Año de gracia 1976. Todos los
quinceañeros del mundo estamos enamorados de la misma chica: Nadia Comaneci. A
través de la televisión exaltamos su figura quebradiza y su rostro de hada
mórbida con tétricas ojeras. Desde Montreal nos llegan las imágenes de sus
galas gimnásticas. Es la Reina de las Olimpiadas. Ha conquistado la perfección
del 10. Yo, como su más fiel prometido, admiro su ejecución en las barras
asimétricas. Suspirante y melodramático. En la viga de equilibrio permanezco litúrgico
ante el influjo de sus tobillos, esa parte del cuerpo con tan poco prestigio
romántico. Por un momento pienso que es la primera y
única muchacha en la historia con el pelo sujeto mediante colita de caballo.
Ella es de los Cárpatos, coterránea
del mismísimo Vlad Tepes: el lado oscuro de mis gustos. Me aquerencio más de su
mirada tristona cuando me entero que nacimos el mismo año y lo celebro con
piruetas de tullido. Nadia es capaz de volar sin trampolín. Las rutinas son
exactas. En cada ejercicio apuntala su estirpe de campeona. La niña sonámbula
da giros inverosímiles mientras en mis venas los glóbulos juegan a las
carambolas. En cámara lenta sus secuencias acrobáticas son un vértigo en la
eternidad. El punto de apoyo: mi aliento… o falta de él. ¡Y qué brazos!
Elocuentes, a diferencia de su cara angulosa. La inexpresiva palidez de hielo
y, sin embargo, febril. Cuello de cursilería adolescente y fatalista.
Terminan las justas deportivas y su
halo permanece. La veo a cada momento. Su estampa está en todas partes. Me
agrada y duele. No quiero compartirla. Hablo con ella. Figuraciones. Rumbo a la
escuela, en la revistería, por el parque, entre mis libros, bajo mis sábanas.
*
Año de gracia 1977. Tengo una novia
y se llama Nadia aunque ella no lo sabe. Noticia pagana: viene a mi país.
Noticia celestial: también a mi ciudad. Dará una exhibición a sólo cinco
cuadras de mi casa
Las semanas previas a su arribo son
como un encantamiento. Me he gastado todos mis ahorros en la compra del boleto
de entrada y de ninguna manera faltaría a la ceremonia de recepción en el
aeropuerto. El dinero que me queda es insuficiente para para pagar un taxi a un
sitio tan lejano en las afueras de Monterrey. Deberé aproximarme en camión y
andar varios kilómetros.
No sin contrariedad advierto que
somos una multitud los peregrinos junto a la carretera. Un séquito de
adolescentes en marcha botarate. Algunos llevan pancartas con fotos de Nadia.
El sol achicharra nuestras nucas pero ninguno amaina el trote, al contrario: ya
con la torre de control en la mira todo mundo adquiere nuevo vigor.
Si la caravana peatonal era tumulto,
en el aeropuerto se hallaba media ciudad conglomerada. Me fue inútil cualquier
intento por abrir tramo hasta mi prometida. Todo lo que obtuve fue un codazo y
una camisa manchada con sangre. Afligido, emprendí viaje de regreso dándome
ánimo ante la perspectiva de verla al día siguiente en el gimnasio.
*
Dado que mi boleto era de plebeyo y
sin numerar, la mañana del evento hice fila desde muy temprano con el fin de
procurarme una butaca decente. Con un amanecer muy prometedor, “Nadie como
Nadia”, se escuchaba y leía por doquier. El fleco y la colita de caballo
instauraban moda entre las muchachas. Tras largas horas de alternar de pie o
sentados en el suelo por fin nos permiten la entrada. Me doy el lujo de tomarlo
con calma e inspecciono el recinto para detectar el punto idóneo donde
colocarme. La gradería es ocupada en poco tiempo. Elijo un asiento contiguo al
corredor de los vestidores por el cual tendrá que pasar el equipo rumano. Todo
un privilegio. Hay buen ambiente: un público jocundo e imbuido.
Se aproxima la hora y la inquietud
me cosquillea en tanto mantengo la mirada fija en el pasillo aguardando a las
gimnastas. De pronto una voz a través de unas bocinas nos da la bienvenida y
prosigue con una indeseable (inmunda) retahíla de patrocinadores (rechifla
general) para luego conminarnos a la práctica de algún deporte. Enseguida
anuncian a las visitantes y un clamor unánime detona. Me pongo de pie para asomarme al corredor y… ¡Es ella! :
Nadia Comanecci se encuentra a tiro de mis ojos. Viene a mi encuentro con
uniforme blanco. Le tiendo mi mano, gesto que imitan quienes me rodean
encaramándose en mi cuerpo enclenque. Trepan a mi espalda, me ponen fuera de
juego como a un receptor de futbol americano: magullado y aturdido. Cuando
reaccioné Nadia todavía estaba ahí. Risa y risa.
viernes, 15 de noviembre de 2013
Número Pi
En un lugar después del punto,
de cuyos decimales no puedo acordarme;
no ha mucho tiempo que un hombre de ciencia
perdió el juicio garabateando cálculos
para dar con pi,
ese número con estrambote
de antecedentes subversivos
e identidad imprecisa,
más huidizo que un pulpo jabonoso.
El teórico, encaprichado con la exactitud,
se afanaba con el ábaco de pilas
y el compás eólico de un maestro rural.
En las escaramuzas con los guarismos
no perdía su vigor divisorio
(baja el cero y es perenne).
Fue ardua la pesquisa de decimales inéditas:
pliegos tortuosos ungidos con
tanta tinta tonta [casera]
e iterativas salpicaduras de brandy.
Con euclidiana paciencia
forcejeó con las cifras
colmándolas por turnos
de injurias y genuflexiones.
Tras una fatídica zancadilla en las neuronas
propinada por un dígito
equis tal que equis era elemento
del conjunto irracional,
el buen hombre pereció en brazos
de un desbordamiento aritmético (overflow).
Su macabro epitafio: π
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