martes, 18 de febrero de 2014

Homo Lectoris 8 (Adiós Gutenberg)





Entrañable Guty:

Algo abatido te mando estas palabras (con letra de molde, en honor tuyo). ¿Sabes?, desde hace varias décadas el libro tradicional por el que tanto hiciste, ha tenido al menos tres enfáticos augurios de muerte: con la radio, la televisión y el libro electrónico. Pero el adiós definitivo, mi buen Guty, no llega y los árboles parecen resignados; no sólo por la celulosa que aportan sino también por los huacales de tomate que los pobres como yo empleamos como estantería para nuestros ejemplares.
Quizá ya te llegaron noticias sobre el nuevo invento para leer: ¡Qué ironía! Una chimistreta parecida a las viejas tablillas de Mesopotamia pero con una diferencia: no te ensucias las manos con zoquete.
¿Quieres que te envíe una de regalo?
Nunca hay que olvidar las lecciones del pasado. ¿Recuerdas cómo te condenaron los escribas, monjes y calígrafos por tu invento? Pero no seamos aguafiestas. Siempre es aventurado vaticinar que un invento erradicará una vieja práctica. Tratándose del libro, es obvio que el electrónico y el de papel influyen distintamente en el modo en que una persona se ve a sí misma. A medida que una persona agrega ejemplares en tres dimensiones a sus anaqueles va modelando su propia imagen como lector. Ello origina un vínculo quizá extravagante pero hondo. En cambio, todo indica que un libro guardado en el disco duro de una computadora o cualquier dispositivo de almacenamiento anda como al garete, sin dueño. No es un objeto "de verdad". Por alguna razón los volúmenes digitalizados no logran el mismo grado de intimidad con los lectores como el libro a la antigüita. ¿A qué se deberá?  Sólo las próximas generaciones podrán responder.
Poco importa que en un adminículo que cabe en la palma de la mano, quepan también las bibliotecas de Alejandría, Nínive y el Vaticano. Aquí entre nos, Guty, me dan risa los apologistas del libro electrónico cuando afirman que pueden llevarse cientos de títulos a cualquier parte; lo declaran con tal fanfarronería como si los fueran a leer todos. Además, la porfía sensiblera con que manifiestan su preocupación por el medio ambiente no es menos risible: olvidan que los bosques son renovables y que el papel se recicla. En cambio su aparatito de lectura se vuelve obsoleto en el dilatado plazo de un año y terminará como un contaminante más en un vertedero de basura igual que los discos compactos, los walkman, los viejos celulares y otras tantas baratijas electrónicas que hay que incinerar una vez que se remueven las pocas partes reutilizables. Según Greenpeace, basándose en datos de Apple (después te explico), cada usuario-lector debe leer unos 30 e-books de 350 páginas en lo que dura el ciclo de vida de una tableta electrónica para que sea preferible, ecológicamente hablando, al libro de papel. Te lo juro Guty: en los últimos cinco años el consumo mundial de papel no ha disminuido, al contrario, ha mantenido un leve crecimiento.
El libro electrónico versus el libro de papel. Me conmueve la gente cuando repite: "Lo único importante es el contenido" y "lo que cuenta es leer"; son bonitas frases paladinescas que no van muy de acuerdo con nuestro prehistórico fetichismo. El libro electrónico versus el libro en papel. Cada quien da sus razones para elegir uno u otro. A los adeptos al libro de papel se les critica el toque emocional de sus motivos. Un modo incomprensible de descalificar porque en cualquier formato, hasta a un libro técnico, utilitario, de repetitiva consulta, un código, el diccionario de la RAE o un frío manual, uno termina teniéndole afecto. Algunos le llaman camaradería.
En fin Guty, me despido sin decirte adiós pues parece que no es el medio, el modo ni el momento.

PD. Por fin terminé de leer la Biblia que me regalaste.

jueves, 13 de febrero de 2014

domingo, 26 de enero de 2014

La bandera pirata de Ana Bonny




La Vida se la toman muy a pecho, el miedo a perderla los paraliza. Hay que excederse sin temor: la tierra prometida está en el muelle y su botín de tabaco, vino, doblones de oro y piedras preciosas. Cuando zarpo en busca de tesoros es como emprender un viaje a celestiales pesadillas. En el mástil izo mi estandarte pendenciero y una bandada de aves carroñeras me anticipa los vientos y las olas. Domino el idioma de las estrellas gracias a mis nocturnas confidencias: cuando el torpe vigía duerme y nadie me ve, camino en la cubierta con las constelaciones como bisutería sobre el chal blanco que hurté a una meretriz holandesa.
Se me odia con espanto porque mi hermosura no es un devaneo de mi alma. Soy una reina entre los mares, una deidad con su propio paraíso; en mi bergantín también hay ángeles de plumaje homosexual que llevan pata de palo. Todos cojeamos y tenemos un modo fanfarrón de exhibir nuestrar heridas. Ataco sin piedad emitiendo depravados alaridos. Puedo arrancar narices con una dentellada o disputarme en un duelo al cretino que me plazca: mi mal gusto es definitivo. Brindo con ron por mis macabros y pésimos modales. Nada seduce tanto a un hombre como la vulgaridad en un bello rostro de mujer, en especial antes de un paseo por la borda, sobre la tabla que conduce a los tiburones arremolinándose mar abajo.



sábado, 4 de enero de 2014

Vericuentos 12 (Señorita Cometa)



Soñé que la Señorita Cometa soñaba conmigo. Ella una hermosa joven veinteañera con un magno kimono de seda, yo un niño de once inventando el japonés. Estábamos de lo más elocuentes y jocundos. Compartíamos un plato de sushi, ella con tenedor yo con palitos. Sake para mí, tequila para ella. "Kometo-san", le decía y para impresionarla tuve la ocurrencia de improvisar un abigarrado jaicú sobre cerezos, bambúes, campos de arroz, orugas, abanicos de papel, patos salvajes, ranas, flores de ciruelo y las cuatro estaciones sin omitir al monte Fuji. Todo en diecisiete sílabas.
En la parte crucial de mi trance onírico cometí una imprudencia: le revelé que en mi primera comunión expuse al sacerdote como pecado introductorio, el ritual de tocamientos impuros que a diario realizaba en mis contornos pudendos pensando en ella, a modo de tributo amoroso. A Kometo-san no le hizo gracia mi actitud inverecunda. Con gesto airado extrajo de la nada su varita mágica y con un pase me cubrió con una horrenda botarga hecha con tela de tartán que me hacía ver como espantapájaros escocés, igualito a Chivigón. Cariacontecido, dejé escapar una lágrima trémula como el rocío aunque de bisutería. La conmoví. Tanto que que ella tuvo a bien devolverme mi forma humana pero un poco mayor, un mozo compatible. Ante tan feliz coyuntura, invoqué a la diosa Xochiquétzal con un conjuro y lanzando al aire un idolillo de obsidiana. De inmediato la Señorita Cometa quedó despojada de su sofisticado kimono para quedar con la soberbia minifalda que dejaba lucir las piernas que tanto me enloquecían cuando así aparecía en su programa de televisión.







viernes, 22 de noviembre de 2013

Una chica rumana




Año de gracia 1976. Todos los quinceañeros del mundo estamos enamorados de la misma chica: Nadia Comaneci. A través de la televisión exaltamos su figura quebradiza y su rostro de hada mórbida con tétricas ojeras. Desde Montreal nos llegan las imágenes de sus galas gimnásticas. Es la Reina de las Olimpiadas. Ha conquistado la perfección del 10. Yo, como su más fiel prometido, admiro su ejecución en las barras asimétricas. Suspirante y melodramático. En la viga de equilibrio permanezco litúrgico ante el influjo de sus tobillos, esa parte del cuerpo con tan poco prestigio romántico. Por un momento pienso que es la primera y única muchacha en la historia con el pelo sujeto mediante colita de caballo.
Ella es de los Cárpatos, coterránea del mismísimo Vlad Tepes: el lado oscuro de mis gustos. Me aquerencio más de su mirada tristona cuando me entero que nacimos el mismo año y lo celebro con piruetas de tullido. Nadia es capaz de volar sin trampolín. Las rutinas son exactas. En cada ejercicio apuntala su estirpe de campeona. La niña sonámbula da giros inverosímiles mientras en mis venas los glóbulos juegan a las carambolas. En cámara lenta sus secuencias acrobáticas son un vértigo en la eternidad. El punto de apoyo: mi aliento… o falta de él. ¡Y qué brazos! Elocuentes, a diferencia de su cara angulosa. La inexpresiva palidez de hielo y, sin embargo, febril. Cuello de cursilería adolescente y fatalista.
Terminan las justas deportivas y su halo permanece. La veo a cada momento. Su estampa está en todas partes. Me agrada y duele. No quiero compartirla. Hablo con ella. Figuraciones. Rumbo a la escuela, en la revistería, por el parque, entre mis libros, bajo mis sábanas.
*
Año de gracia 1977. Tengo una novia y se llama Nadia aunque ella no lo sabe. Noticia pagana: viene a mi país. Noticia celestial: también a mi ciudad. Dará una exhibición a sólo cinco cuadras de mi casa
Las semanas previas a su arribo son como un encantamiento. Me he gastado todos mis ahorros en la compra del boleto de entrada y de ninguna manera faltaría a la ceremonia de recepción en el aeropuerto. El dinero que me queda es insuficiente para para pagar un taxi a un sitio tan lejano en las afueras de Monterrey. Deberé aproximarme en camión y andar varios kilómetros.
No sin contrariedad advierto que somos una multitud los peregrinos junto a la carretera. Un séquito de adolescentes en marcha botarate. Algunos llevan pancartas con fotos de Nadia. El sol achicharra nuestras nucas pero ninguno amaina el trote, al contrario: ya con la torre de control en la mira todo mundo adquiere nuevo vigor.
Si la caravana peatonal era tumulto, en el aeropuerto se hallaba media ciudad conglomerada. Me fue inútil cualquier intento por abrir tramo hasta mi prometida. Todo lo que obtuve fue un codazo y una camisa manchada con sangre. Afligido, emprendí viaje de regreso dándome ánimo ante la perspectiva de verla al día siguiente en el gimnasio.
*
Dado que mi boleto era de plebeyo y sin numerar, la mañana del evento hice fila desde muy temprano con el fin de procurarme una butaca decente. Con un amanecer muy prometedor, “Nadie como Nadia”, se escuchaba y leía por doquier. El fleco y la colita de caballo instauraban moda entre las muchachas. Tras largas horas de alternar de pie o sentados en el suelo por fin nos permiten la entrada. Me doy el lujo de tomarlo con calma e inspecciono el recinto para detectar el punto idóneo donde colocarme. La gradería es ocupada en poco tiempo. Elijo un asiento contiguo al corredor de los vestidores por el cual tendrá que pasar el equipo rumano. Todo un privilegio. Hay buen ambiente: un público jocundo e imbuido.
Se aproxima la hora y la inquietud me cosquillea en tanto mantengo la mirada fija en el pasillo aguardando a las gimnastas. De pronto una voz a través de unas bocinas nos da la bienvenida y prosigue con una indeseable (inmunda) retahíla de patrocinadores (rechifla general) para luego conminarnos a la práctica de algún deporte. Enseguida anuncian a las visitantes y un clamor unánime detona.  Me pongo de pie para asomarme al corredor y… ¡Es ella! : Nadia Comanecci se encuentra a tiro de mis ojos. Viene a mi encuentro con uniforme blanco. Le tiendo mi mano, gesto que imitan quienes me rodean encaramándose en mi cuerpo enclenque. Trepan a mi espalda, me ponen fuera de juego como a un receptor de futbol americano: magullado y aturdido. Cuando reaccioné Nadia todavía estaba ahí. Risa y risa.


viernes, 15 de noviembre de 2013

Número Pi



En un lugar después del punto,
de cuyos decimales no puedo acordarme;
no ha mucho tiempo que un hombre de ciencia
perdió el juicio garabateando cálculos
para dar con pi,
ese número con estrambote
de antecedentes subversivos
e identidad imprecisa,
más huidizo que un pulpo jabonoso.
El teórico, encaprichado con la exactitud,
se afanaba con el ábaco de pilas
y el compás eólico de un maestro rural.
En las escaramuzas con los guarismos
no perdía su vigor divisorio
(baja el cero y es perenne).
Fue ardua la pesquisa de decimales inéditas:
pliegos tortuosos ungidos con
tanta tinta tonta [casera]
e iterativas salpicaduras de brandy.
Con euclidiana paciencia
forcejeó con las cifras
colmándolas por turnos
de injurias y genuflexiones.
Tras una fatídica zancadilla en las neuronas
propinada por un dígito
equis tal que equis era elemento
del conjunto irracional,
el buen hombre pereció en brazos
de un desbordamiento aritmético (overflow).
Su macabro epitafio:  π