sábado, 4 de junio de 2011

Teléfono



De niños el teléfono es un objeto divertido, un juguete. Recuerdo cuando descubrimos en el vecindario una casa deshabitada con la línea operante. Tras colarnos por una ventana la pasábamos en grande marcando al azar, haciendo preguntas tontas o capciosas y solicitando taxis para acudir a direcciones falsas. Al simular voces de gente mayor cubríamos el auricular con la mano o un trapo.
Con el tiempo la magia del aparato mengua. Cierto, de jóvenes sirve para maratónicos coloquios con la novia mas ya no es lo mismo. Las frustraciones son mayores que las recompensas: número ocupado, la bella durmiente no está, servicio interrumpido, interferencias; en fin.
Viene luego la etapa adulta y es entonces cuando los teléfonos se vuelven peligrosos. En especial si uno anda borracho o sentimental. La peligrosidad es doble: por los ridículos que uno comete y el costo de las llamadas. Uno termina diciendo cosas que no siente o pidiendo perdón hasta por existir.
Hoy día, cuando se busca una voz amiga, es más frecuente que la grabadora de mensajes nos socorra y registre nuestro monólogo lastimero a manera de único consuelo. Y todo porque el propietario del teléfono al que recurrimos está más deprimido que nosotros… y no contesta.