Nada puedo alegar, no hay atenuantes:
ser un hombre sensible es mi pecado,
juglar y caballero (de los de antes).
Fui a su casa, sin fondos, quebrantado;
triste mas sin propósitos galantes.
Ella -lo juro aquí desde el estrado-
fue quien lanzó sus dardos insinuantes;
yo en mi defensa supliqué de hinojos,
y aunque puse de escudo mi corbata,
me hirió en el pecho con sus verdes ojos
y vi -siempre al gentil se le maltrata-
venir la flecha de Eros. Soy culpable:
la ahorqué -tras poseerla, ¡ay!- con un cable.