Por causa de la vanidad materna fue que viví mi primer gran amor. Mi
depositaria: la Chica Avon. En aquellos años sesenta, el único quehacer de mi
madre, viuda muy joven, era estar guapa.
Su apariencia figuraba como su mayor preocupación desde el alba hasta la
hora de dormir. Quizá también entre sueños. Ir con ella de compras a las
tiendas de almacenes podía derivar en una larga espera en los departamentos
para damas. Muy en especial frente a los mostradores de perfumes, polvos,
cremas y lociones. Como agravante de la situación, la credulidad de mi madre
ante el persuasivo libreto aprendido de memoria por las dependientas, la hacían
blanco fácil de los “increíbles” descuentos y las compras a crédito.
Consumidora compulsiva, inerme ante la trampa de un viejo truco, para ella un
precio que terminaba en 99 centavos se traducía en el número inmediato inferior
y no en el superior. Por suerte las cosas cambiaron un poco el día en que sonó
el timbre de la puerta: de pronto ahí, la representante “Avon llama” en el umbral.
El impacto fue tremendo. Lejos de ser como las otras vendedoras casa por casa,
maduras y no muy agraciadas, la señorita frente a mí rebosaba lindeza, carisma
y cordialidad, aunque no necesariamente en ese orden. Nada raro el que mi madre
la recibiera como a una embajadora que da cuenta de sus credenciales. A escasos
minutos de conocerse ya se trataban como íntimas.
La chica Avon nos visitaba una vez por semana, por lo regular a
media tarde. Pretexto ideal para que mi progenitora le ofreciera café y
galletitas, manteniéndola un tiempo considerable en la sala. No se me permitía
estar cerca porque eran “cosas de mujeres”, pero ello no era obstáculo para
fungir como recepcionista y esperarla en el pórtico con el anhelo y la
inquietud de cualquier pretendiente. Luego me las arreglaba para espiar desde
la cocina fingiendo hacer la tarea. Mirando por el quicio de la puerta a la
bonita cosmetóloga, mi enamoramiento tuvo origen. Sus cara apenas si mostraba
trazas de maquillaje. Un toque de rubor, labios con brillo, cejas delineadas. Uñas
sin esmalte. Vestía con discreto garbo ropas más modestas que las de mi madre.
Al sentarse en el sofá entrelazaba los pies manteniendo las piernas púdicamente
juntas. Sus ademanes eran de una morosidad hipnótica. De su maletín sacaba el
catálogo y las muestras, mismas que colocaba armónicamente en la mesita de
centro.
La plática entre ellas la captaba con claridad y un rasgo de mi dama
que me hizo adorarla aún más fue su rechazo a vender por vender tomando ventaja
de la obsesión de mi mamá. Por el contrario, desaconsejaba el uso de ciertas
cremas y aplicaciones recomendando solo aquello estrictamente eficaz. Varias
veces la oí recalcar su preferencia por los productos para el cuidado de la
piel antes que los remedios. La prevención era su norma. No era ninguna
ignorante ni advenediza y dominaba las prácticas del ornato femenino. Sabía que
una mujer al gustarse a sí misma se llenaba de una recóndita complecencia.
Contraje el gusto por ver en la televisión los comerciales de Avon
imaginando siempre a mi chica en lugar de la modelo en la pantalla. No me
explicaba por qué no la elegían para un anuncio siendo mil veces más bella y
encantadora. Más por extrañeza genuina que por halagarla, se lo pregunté tan
pronto tuve oportunidad de hablarle a solas. Ella solo se rió y puso un dedo en
mi mentón. Sin pensarlo mucho planté en su mano algo que quiso ser beso pero
que debido a la prisa fue puro chasquido. De cualquier forma logré que los
colores se le subieran a la cara. Ya recompuesta me obsequió un champú con el
envase en forma de Mickey Mouse, acto que más bien me puso de malas al
ratificar con ello sin necesidad, mi condición de chamaco. Le hice el fuchi.
Con movimiento desdeñoso lo guardé en el bolsillo de mi pantalón. Creo que se
dio cuenta porque en un detalle posterior fue más atinada dándome un jabón para
caballero.
El idilio continuó viento en popa con intermitentes aunque raudos
coloquios de pareja. Incluso en mí fue germinando la idea de escribirle una
declaración en toda regla. Mi plan era entregarle una carta conformada por
textos de personajes famosos. Los más apasionados que pudiera conseguir. Una
especie de collage epistolar. No me importaba valerme de la inspiración ajena,
el resultado tenía prioridad. También como parte de mi ofensiva romántica busqué
ex profeso, sobres y papel especial como marco apropiado para las palabras que
deseaba transmitir.
Pero una tarde la Chica Avon fue informal con su cita y no puso más
un pie en nuestra casa. Mi madre no tuvo más remedio que preparar café para
ella sola. En un principio concebimos las hipótesis más convencionales, las
justificaciones de siempre que nos enlistamos cuando alguien incumple por vez
primera, mas los días transcurrieron sin saber nada. Cero noticias. Por supuesto
yo estaba muy abatido, preparado no con una sino varias declaraciones de amor
bajo el colchón de mi cama. El último contacto fue a través de un mensajero
quien dio a mi madre un paquete cuyo contenido era rigurosamente comercial:
tubos colapsibles con emulsiones, coloretes, exfoliantes y otros potingues pero
ninguna aclaración, ni una breve nota de despedida. El único papel era una
factura. Los informes en verdad explicativos los recibimos por medio del periódico.
La primera plana local era pródiga en pormenores sobre la huelga de vendedoras
que trabajaban para la empresa multinacional de cosméticos. Sus condiciones
laborales ni siquiera encubrían la explotación de la que eran objeto. Sin
gremio que las defendiera. Sentí una opresión en el pecho al pensar en mi Chica
Avon como en una criatura desprotegida. Imaginándola en toda clase de dilemas
económicos. Sin salario fijo ni seguro social, forzada a transigir ante
absurdos e injustos depósitos de dinero en garantía para que le entregaran los
artículos que intentaba vender.
Al ver en mi baño el champú de Mickey Mouse me sentí como un
canallita. Con inútiles remordimientos retroactivos y evocando agriamente el
eslogan: Si tu
representante Avon llama, dale la bienvenida.