lunes, 1 de noviembre de 2010

La Carpa

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Casi todos los hombres enfrentamos alguna vez un momento crucial en el que tenemos la certidumbre de haber dejado escapar a la mujer destinada. Una vivencia mágica e irrepetible. Un instante en el cual toda nuestra osadía hace mutis y nos mostramos pusilánimes. Es una noción de pérdida que no se olvida. Un perenne reproche que nos hacemos y cuyo lastre llevamos con vergüenza. Puede ser una cara sonriente en un autobús, unos ojos enigmáticos en la taquilla del cine, o un roce fortuito con una dama fragante en un ascensor. Tal vez una muchacha que nos ofrece ruborizadas disculpas por habernos arrollado con su bicicleta.

A veces la prueba de la existencia de la Divinidad toma la forma de un encuentro que calificamos de sobrenatural, cuando sólo se trata de una desconocida asomando por una ventana. Sea cual fuere la composición de lugar a la hora del portento, nuestra injustificable pasividad o falta de elocuencia figurará como una mancha negra en nuestro expediente sentimental, en nuestra íntima hoja de servicios al gremio mujeril.
Yo viví tal sortilegio hace ya algunos lustros, cuando era un solitario propenso a las flechas de Cupido. Una tarde de domingo cualquiera que parecía interminable, me interné en una pringosa carpa de variedades en cuya entrada un merolico anunciaba a través de un cono de cartón, al mejor acróbata del mundo, al hombre de goma capaz de las más intrincadas contorsiones, al prestidigitador de las manos milagrosas, al ventrílocuo de estáticos labios, perros amaestrados y otras maravillas durante una tanda de diversión garantizada. El boleto me daba derecho también a participar en una tómbola cuyo premio era nada más y nada menos que una estatuilla en yeso de Cantinflas. ¿Era posible?
Ocupé con calma y sin mucho entusiasmo un lugar en la primera fila de butacas. El cortinaje era de un color verde grosero y las luces se alzaban sostenidas por una precaria tramoya de sogas y maderas. El mismo merolico de la entrada hacía las veces de maestro de ceremonias manipulando un bastón con cierto aire de capataz. La función comenzó con unos perros pekineses cuya especialidad eran las cabriolas y brincos a través de aros de metal a diferente altura. Los respetables concurrentes fuimos benévolos con la ovación más por piedad que por encomio, pero no tuvimos más remedio que abuchear al faquir cuyo desempeño era todo un fraude. Siguió un payaso en monociclo cuyos balanceos y conatos de desplome sólo me brindaron sobresalto, al grado de sentir que mi frente transpiraba cuando concluyó su actuación. La rutina del malabarista haciendo volar pinos de boliche me entretuvo mucho menos y estuve a punto de poner fin a mi papel de espectador contrito saliendo a toda prisa antes de otro número, cuando el merolico tuvo la ocurrencia de dirigírseme con ejercitado tono de persuasión para que participara como voluntario en el acto siguiente. Presintiendo que estaba a punto de agregar un nuevo fiasco a mi ya larga cadena de ridículos, decliné lo más cortésmente que pude logrando con ello nada más que avivar la persistencia del instigador, viéndolo bajar del entablado para conducirme del brazo, pese a mi renuencia, hasta el foro donde ya se hacían los preparativos para continuar con el programa. Mis nervios me impidieron escuchar atentamente las palabras de presentación. Unos insípidos aplausos anticiparon irreverentemente la próxima comparecencia. Fue entonces cuando puso pie en el escenario quien en ese momento parecía designada a ser un pilar en mi mitología femenina personal. La representación más fiel de mis aspiraciones como enamorado remiso. Era un semblante lleno de beatitud, una cara hermosa de ojos ambarinos que al verme me provocó inquietantes sudoraciones de variadas temperaturas. Provisionalmente todo fue eterno: su categórica sonrisa, su brillante cabello a contraluz, sus pómulos apetitosos y pícaros. Me tomó de la muñeca para llevarme a la parte más iluminada, y sentí a través de sus dedos una corriente bienhechora recorriéndome hasta el hombro. Me sentía ingrávido y maleable. No pude proferir sonido alguno cuando preguntó mi nombre. Mis labios temblaban como queriendo balbucir, mas sólo logré causarle risa con mi catatonia, circunstancia que me hizo desear urgentemente arrancarme el corazón, la boca, los ojos o cualquier parte del cuerpo con prestigio romántico que pudiera poner bajo sus pies en señal de sometimiento. Una confidencial ceremonia de entronización tuvo lugar en lo más granado de mi ser.
Del arrebato pasé a la extrañeza cuando mi heroína, dirigiéndose al público con una inflexión entre coqueta y ladina, alabó mi intrepidez y caballerosidad. Después extrajo de su cintura una pañoleta negra y al acercárseme, con un ademán reflejo interrumpí su intención de vendarme los ojos. Me juzgué un mentecato al verla pestañear como contrariada con un mohín de recelo que aún me duele evocar. Aduciendo que era lo usual para efectuar el número pero que no tenía inconveniente en hacerlo según mi preferencia, me pidió acomodarme junto a un enorme tablón lleno de perforaciones dispuesto verticalmente en un extremo del foro y circundado con globos rojos. Sólo entonces las cosas comenzaron a encontrar acomodo en mi cabeza previniéndome del papel que estaba a punto de protagonizar, sobre todo al ver a un asistente irrumpir con un encandilante juego de puñales
No lo pensé más. Lleno de consternación huí del proscenio con un brinco botarate cayendo sobre una butaca vacía, para después salir lanzado como roca de catapulta dejando atrás a mi dama, al público y la carpa en medio de la rechifla general. Me amilané como los machos negándome a atender el llamado del destino y no permití que me atravesara el corazón una lanzacuchillos por muy hermosa que fuera.

lunes, 25 de octubre de 2010

Provisionalmente todo es eterno

Con un reloj la vida tirotea
y una rueda de tiempo nos devasta
cual maderamen crepitan las cosas
idas y amarillentas de antemano

el porvenir se vislumbra vetusto
hastiadas las cosas de allá regresan
los días esparcen fría ceniza
los aromas se aferran a los muebles

si transcurrir o no como hasta ahora
el tiempo ya no sabe -no acontece-
yace traspasado por una espina
quebrado por un silencio robusto

bajo las alas del tiempo se acurrucan
asustadizos rostros que suplican
la exquisitez que suele desprenderse
del beso de una boca tumefacta

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Gélida Angustia

Está vacía
está cerrada
y sin moverse
oscura está
inmaterial
no huele a nada
tan aquí al lado
y silenciosa
que infunde miedo


Zozobra

viernes, 1 de octubre de 2010

Terror matinal


Y luego tu recatada voz se refleja en un espejo de lágrimas convertiéndose en mi sepulcro. Ruinosos bebederos me acompañan conmoviéndome con su noción acerca del olvido. Enciendo un quinqué para protejerme del tiempo como quien mastica espuma, pero me araña los labios tu recuerdo. Crujen los perfumes y un anónimo suspiro cruza el jardín con indiferencia. No tengo más remedio que envolver al aire con desfallecidas cáscaras de besos para darle tu silueta: mórbido tapiz. Te incrusto en mi costilla y así queda anulado para siempre nuestro vínculo. Insípidas emociones me devastan. Después me siento sobre un yelmo que no hace más que distraer a mi sombra. Siento frío en el cabello, como si rígidas y oscuras flamas me rascaran la memoria. Un muro me asedia tenazmente impidiéndome ver cómo devoro un capullo emponzoñado. Entre claroscuros y destellos, entre marasmo y reciedumbre, busco una entrada para salir. Y así me ocurre siempre durante el rosicler del alba, como lo escuchas, dulce bien mío.
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Vericuentos (Elementary, my dear Watson)


Tras contados segundos de penumbra se reinstauró la luz en el salón, hallándose a la anfitriona de la casa apuñalada por la espalda. Fue unánime la sospecha de que el lector era el único culpable.

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viernes, 17 de septiembre de 2010

Cartilla Sextina 2

Vampírica Sextina
De joven te ofrecí un pacto de sangre
sin conocerte, porque estaba solo.
Te busqué en los pasillos de la noche,
con mi usual preferencia por el negro.
Un cuervo que no sé de dónde vino
me dirigió a las puertas de una fiesta.

Me infiltré en la anarquía de la fiesta
y aticé la vehemencia de mi sangre
con los ásperos tragos de un mal vino.
Compadeciéndome al estar tan solo,
sin dudar, escogí un destino negro:
te invoqué como reina de la noche.

Aquella tétrica y difusa noche,
juré solemne en medio de la fiesta

que te sería fiel siempre de negro

ratificando el trato con mi sangre
e instauré un rito erótico yo solo
por una idea oscura que me vino.
De mí extracté el comprometido vino
y te intuí cercana en esa noche

—destreza natural de un hombre solo—.
En mi patíbulo ofrecí otra fiesta
tu barbilla temblaba por mi sangre
con sed de convertirme en paje negro.

Con góticos atuendos color negro
tu espectro corruptor hacia mí vino
y de mis labios obtuviste sangre,
—no del cuello— violando aquella noche
la vampírica pompa de la fiesta
sintiendo amor por quien estaba solo.

Mi corazón pasó a adornar tan sólo
al cuervo en tu blasón con fondo negro
que sueles exhibir en cada fiesta
a la hora del éxtasis del vino,
elíxir que destilas cada noche
a partir de mis óbolos de sangre.

Soy vino que consagras en tu fiesta,
sangre fatal de concubino solo,
rocío negro de la roja noche.

El Vampiro

Comenzaron mis sospechas
cuando contemplé pasmado
que a las brasas del fogón
arrojaba su rosario