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viernes, 9 de noviembre de 2018

Vericuentos 17 (Fábula acuífera)


  
   

Mi madre y yo caminábamos casi media hora a la toma de agua más cercana dentro de nuestro miserable circuito en un barrio de la ciudad de México, para luego tras formar parte de una larga fila— emprender el regreso a nuestra vivienda con tres pesadas tinas llenas de líquido más o menos potable. Yo era un chiquillo de ocho años y apenas podía con una carga. En el trayecto solíamos derramar mucho de nuestro preciado bien, a causa de los continuos tropezones que nos hacían perder el equilibrio por el camino disparejo y lleno de piedras. El retorno nos llevaba casi el triple de tiempo pues debíamos hacer pausas para los descansos intermitentes. La marcha era muy ardua. Además de costarnos energía nos costaba agua: debíamos reponer con una cantimplora la que perdíamos a causa del sudor.
La calidad del líquido no era muy confiable después de las lluvias las cuales eran frecuentes durante el año, pero era nuestro único suministro. De nosotros y todos los vecinos de tres comunidades. Con los chubascos volvíase turbia el agua a pesar del redondel construido para protegerla de corrientes fangosas y elementos impuros. El motivo solía ser la mala instalación de la tubería y desmoronamientos de tierra que pervertían el flujo, imposibles de evitar durante las intensas precipitaciones.
Ya en nuestra morada, mi madre era toda afán para sanear el agua: mediante un viejo y burdo filtro de cantera que con una lentitud desesperante, dejaba caer gotas cristalinas y limpias en una vasija de barro. Al reunir una cantidad suficiente, mi madre la hervía aunque sólo por unos pocos minutos para evitar que la evaporación mermara aún más nuestro aprovisionamiento. De esa agua bebíamos y con esa agua nos aseábamos. Era nuestra fuente de vida. Nuestro esmero por no despilfarrarla resultaba casi místico pues le conferíamos un rango muy cercano al de una divinidad. Podía faltarnos comida, mas de ninguna manera el agua. El hambre resultaba manejable, la sed no. Otras familias más numerosas y, por lo tanto, con mayor número de brazos para transportar tinas, eran capaces de permitirse el lujo del derroche; pero mi madre y yo éramos un clan de dos.
Un día un par de tipos listos sugirieron clorar el pozo para eliminar las bacterias, pero mi madre no estaba muy convencida de que fuera la mejor solución, de hecho, no la consideraba como tal en absoluto. La pobreza no la convertía en ignorante, y su sentido común no era proporcional a nuestras carencias. Objetó la propuesta argumentando que el tratamiento era insuficiente pero la reacción favorable de la mayoría la indujo a desistir y guardar la calma. Los dos individuos que formularon la idea asumieron una actitud de paladines (uno de ellos usó la expresión "resolver el problema para siempre"). No es que mi madre fuera malagradecida, pero albergaba serias dudas sobre la eficacia del método y puso sobre aviso a todos los que quisieron escucharla: ella seguiría pugnando por la limpieza del agua como siempre, con su vetusto filtro de cantera. No era su intención en lo más mínimo el oponerse a los esfuerzos de la congregación por procurarse algo decente para beber y aliñarse.
La desinfección del abasto de agua se llevó a cabo al día siguiente y de inmediato dieron comienzo los reparos: persistía un leve color marrón en el líquido y su regusto a cloro era muy desagradable para algunos y repugnante para otros. Se propagaron las quejas y el enfado. No sólo era la sapidez un poco ácida sino que, tras bañarse uno a chorros de taza, de la piel emanaba un aroma a blanqueador ("me siento como un tendedero de ropa ambulante", dijo una vecina irónica).
Mi madre, con su sistema habitual de saneamiento, tampoco conseguía erradicar del todo el olor a cloro, pero al menos una cierta escala de higiene estaba garantizada.
Por unanimidad, todos decidieron volver a las antiguas prácticas de purificación y prescindir del cloro ("esa cosa pestilente", como dijo la mujer más longeva de los alrededores) por lo menos hasta que no se hallara un mejor remedio.
Mientras tanto, mi madre y yo continuamos con nuestra ordinaria caminata hacia el pozo para emprender el regreso dando traspiés, exhaustos pero exultantes con nuestra ración de agua venerable.


















jueves, 15 de marzo de 2018

Trópico de Cáncer



Son coincidencias. Tétricas pero coincidencias al fin. Tras la quimioterapia mi cabello vuelve a crecer a razón de medio milímetro por día. Un hermoso cabello castaño, —perdonando la inmodestia— a medio camino entre lo rubio y lo moreno. A mi madre le gustaba verlo extenderse hasta los hombros y a mí sentir cómo la brisa tibia era juguetona y revoltosa con él. En la escuela fui aplicada y dócil, siempre con el pelo impecable gracias al pertinaz cepillo materno que recorría mi abundante melena una y otra vez antes de dejarme partir, irradiando como un astro con fulgor propio. Por mi estatura me formaba justo a la mitad de la fila entre las demás niñas antes de ingresar al aula. A mitad de la fila y en medio del patio.
A diferencia de mis compañeras, el estudio me era muy gratificante. Un gozo que se acrecentaba con la geografía y la contemplación del firmamento. Ver el cielo de noche era para mí como una aventura. Recostada en el césped trababa los nudillos detrás de mi nuca para memorizar las constelaciones del zodíaco. Identificándolas, repetía sus nombres una por una y, cerrando los ojos, jugaba a encenderlas y apagarlas según mi voluntad. Mi favorita fue siempre Cáncer, por su apariencia sutil y sencilla. Además era mi signo.
Cuando tuve mi primer novio fuimos una pareja medio estrambótica: yo era medio santurrona y él medio sacrílego, pero nos amamos con un completo frenesí. Ambos éramos vástagos de Cáncer, una mancuerna  —según los supersticiosos muy especial y espacial por aquello de la distracción congénita, viviendo en la luna, nuestra regente. Juntos parecíamos ir en direcciones contrarias, caminando de lado como los cangrejos con sus patas despistadas y botarates. Patas de cangrejo como las que Hipócrates creyó ver en los primeros tumores que examinó. El mío me lo diagnosticaron hace poco, al brincar la valla del medio siglo de vida y crece a razón de medio milímetro por mes.

Mi seno izquierdo se ha tornado rojizo y muy sensible, como dicen que les ocurre a las madres que amamantan, mas yo no tengo referencia alguna puesto que no tuve hijos ni me casé. No haber dado pecho nunca es algo que me amarga. Y afirman las estrellas tutelares que las mamás de signo Cáncer son pródigas en calostro.

La constelación que los crédulos aseguran rige mi destino son coincidencias dio nombre al trópico que cruza mi país casi por en medio. El paralelo se desplaza hacia el sur medio segundo por año. Algún día pasará por mi comarca de acuerdo a los expertos; un lustro tal vez: media década.

Mi tumor también se desplaza hacia el sur, es decir, mi sur, ruta abajo. Una invasión que parece ser meridional, metástasis sureña que avanza en forma implacable, sin marcha atrás. Resulta extraño porque suelen propagarse con total anarquía: células malignas moviéndose atolondradas y locas, como los cangrejos. Como que quieren ir rumbo a un sitio pero se dirigen a otro. Al presionar mis tejidos un dolor se extiende en forma aleatoria pero concluye siempre en mi centro, en mi medio, como si una fiera tenaza pellizcara mi carne. 

Dicen que en un futuro cercano el Trópico de Cáncer atravesará mi comarca, acaso mi hogar. Me gustaría estar allí, poner alguna señal. Si no fuera porque la doctora me ha calculado cuando mucho medio año más de vida. Son coincidencias, me digo, tétricas pero coincidencias al fin. Moriré tropical, constelada, canceriana y cancerosa. Íntegra, nada de medio.

miércoles, 27 de enero de 2016

Vericuentos 14 (Gutenberg)



De entrada lo confundí con un vendedor de biblias de puerta en puerta. No me inspiró confianza: estaba pálido como un papel. Su aspecto me parecía conocido, lo tenía bien grabado, alguien turbiamente popular; un personaje con mala prensa. Una caricaturesca copia de los distribuidores de La Atalaya
Aunque su cara no era lo que se dice, un libro abierto, deduje que su carácter era el de un tipo móvil, voluble. De él emanaba un olor a metal caliente, a hierro fundido. Un individuo de cierto volumen con ropas flojas y raídas, como desencuadernado. Hombre mayúsculo de viejo cuño con gestos minúsculos y una presencia del todo inédita. Tal fue mi primera impresión.
Me extendió un pliego que contenía muchas erratas señalando con el índice unas letras góticas. Algo no encajaba en el molde. Meneé la cabeza para dar a entender que no tenía tiempo pero el sujeto no quitaba el dedo del renglón. Por supuesto, obtener dinero era su tirada. Insistió en que leyera una cláusula acerca de patentes y regalías. "No invente", repliqué un poco iracundo pero en aras de la ecuanimidad corregí mi estilo.
La falta de aplomo suele dejar amplios márgenes para la impertinencia, así que como colofón lo despedí con un portazo. Creo que estuve ejemplar. Yo no me ando con medias tintas. 

sábado, 17 de marzo de 2012

El hediondista




Tengo un oficio abyecto pero redituable, soy hediondista. Repito: hediondista. Sí, no se rían. Fabrico soluciones fétidas. Las vendo casa por casa recorriendo un exclusivo circuito residencial. Cuento con una amplia gama de productos en catálogo aunque también elaboro material por encargo. He patentado todas mis fórmulas. Es un negocio en pleno crecimiento. Tal vez no lo crean pero los concentrados apestosos tienen gran demanda. Y no hablo únicamente de los que se expenden para gastarle una broma pesada a gente amiga -o enemiga-. De esas sustancias que se embarran en la mano al saludar dejando su impronta hedionda, o las que se colocan debajo de una silla para extender sospechas burlonas entre la concurrencia de una reunión. Para tales prácticas inofensivas proveo el clásico frasquito con tufo a caño tapado o huevo podrido. Pero hay olores sintéticos con fines utilitarios de mayor alcance para los que se requiere habilidad y empeño. Si quieren obligar a alguien indolente para que limpie las alfombras o la tapicería de los sillones y el sofá, rocíen los enseres con mi extracto de vómito postjuerga navideña. Para aquellos que anhelen transportarse cómodamente en un vagón vacío del metro un día laborable a la hora pico, la solución es simple: un artefacto pestífero expansivo de flatulencia perruna. ¿Quieren acaparar la comida en el bufet de una muestra gastronómica internacional? Fácil. Basta abrir una cápsula que libera una mixtura odorante de vegetales pútridos, calcetín de maratonista y transpiración canicular de borracho cervecero. Si intentan desembarazarse de un pretendiente encimoso o de alguna enamorada melodramática, pueden recurrir a mi atomizador bucal con efluvio de mofeta malaya combinado con orina de zorro. Provoca una halitosis más repugnante que expeler gases o un regüeldo de jugos gástricos, impregnándose en el prójimo de modo nefando; cualquier amago de beso desaparecerá ante este infalible compuesto levemente tóxico que trastorna la facultad olfativa hasta por varias horas. Un genuino ataque a la nariz. Ahora bien, lo mío es un trabajo de detalle. No se crea que es cuestión de revolver ingredientes al azar. No. Tiene su método. Mi clientela es exigente y debo traducir a una pestilencia específica su capricho y, sobre todo, sintetizarla en mi laboratorio casero. Hoy, por ejemplo, me toca la entrega de un excéntrico pedido. Un líquido espeso con el miasma de cadáver putrefacto. Encomienda de un predicador, de esos que salen en la tele y actúan como merolicos frente a los incautos. Dice que él es la resurrección y la vida. No me animo a preguntar para qué quiere el menjurje.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La Carpa

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Casi todos los hombres enfrentamos alguna vez un momento crucial en el que tenemos la certidumbre de haber dejado escapar a la mujer destinada. Una vivencia mágica e irrepetible. Un instante en el cual toda nuestra osadía hace mutis y nos mostramos pusilánimes. Es una noción de pérdida que no se olvida. Un perenne reproche que nos hacemos y cuyo lastre llevamos con vergüenza. Puede ser una cara sonriente en un autobús, unos ojos enigmáticos en la taquilla del cine, o un roce fortuito con una dama fragante en un ascensor. Tal vez una muchacha que nos ofrece ruborizadas disculpas por habernos arrollado con su bicicleta.

A veces la prueba de la existencia de la Divinidad toma la forma de un encuentro que calificamos de sobrenatural, cuando sólo se trata de una desconocida asomando por una ventana. Sea cual fuere la composición de lugar a la hora del portento, nuestra injustificable pasividad o falta de elocuencia figurará como una mancha negra en nuestro expediente sentimental, en nuestra íntima hoja de servicios al gremio mujeril.
Yo viví tal sortilegio hace ya algunos lustros, cuando era un solitario propenso a las flechas de Cupido. Una tarde de domingo cualquiera que parecía interminable, me interné en una pringosa carpa de variedades en cuya entrada un merolico anunciaba a través de un cono de cartón, al mejor acróbata del mundo, al hombre de goma capaz de las más intrincadas contorsiones, al prestidigitador de las manos milagrosas, al ventrílocuo de estáticos labios, perros amaestrados y otras maravillas durante una tanda de diversión garantizada. El boleto me daba derecho también a participar en una tómbola cuyo premio era nada más y nada menos que una estatuilla en yeso de Cantinflas. ¿Era posible?
Ocupé con calma y sin mucho entusiasmo un lugar en la primera fila de butacas. El cortinaje era de un color verde grosero y las luces se alzaban sostenidas por una precaria tramoya de sogas y maderas. El mismo merolico de la entrada hacía las veces de maestro de ceremonias manipulando un bastón con cierto aire de capataz. La función comenzó con unos perros pekineses cuya especialidad eran las cabriolas y brincos a través de aros de metal a diferente altura. Los respetables concurrentes fuimos benévolos con la ovación más por piedad que por encomio, pero no tuvimos más remedio que abuchear al faquir cuyo desempeño era todo un fraude. Siguió un payaso en monociclo cuyos balanceos y conatos de desplome sólo me brindaron sobresalto, al grado de sentir que mi frente transpiraba cuando concluyó su actuación. La rutina del malabarista haciendo volar pinos de boliche me entretuvo mucho menos y estuve a punto de poner fin a mi papel de espectador contrito saliendo a toda prisa antes de otro número, cuando el merolico tuvo la ocurrencia de dirigírseme con ejercitado tono de persuasión para que participara como voluntario en el acto siguiente. Presintiendo que estaba a punto de agregar un nuevo fiasco a mi ya larga cadena de ridículos, decliné lo más cortésmente que pude logrando con ello nada más que avivar la persistencia del instigador, viéndolo bajar del entablado para conducirme del brazo, pese a mi renuencia, hasta el foro donde ya se hacían los preparativos para continuar con el programa. Mis nervios me impidieron escuchar atentamente las palabras de presentación. Unos insípidos aplausos anticiparon irreverentemente la próxima comparecencia. Fue entonces cuando puso pie en el escenario quien en ese momento parecía designada a ser un pilar en mi mitología femenina personal. La representación más fiel de mis aspiraciones como enamorado remiso. Era un semblante lleno de beatitud, una cara hermosa de ojos ambarinos que al verme me provocó inquietantes sudoraciones de variadas temperaturas. Provisionalmente todo fue eterno: su categórica sonrisa, su brillante cabello a contraluz, sus pómulos apetitosos y pícaros. Me tomó de la muñeca para llevarme a la parte más iluminada, y sentí a través de sus dedos una corriente bienhechora recorriéndome hasta el hombro. Me sentía ingrávido y maleable. No pude proferir sonido alguno cuando preguntó mi nombre. Mis labios temblaban como queriendo balbucir, mas sólo logré causarle risa con mi catatonia, circunstancia que me hizo desear urgentemente arrancarme el corazón, la boca, los ojos o cualquier parte del cuerpo con prestigio romántico que pudiera poner bajo sus pies en señal de sometimiento. Una confidencial ceremonia de entronización tuvo lugar en lo más granado de mi ser.
Del arrebato pasé a la extrañeza cuando mi heroína, dirigiéndose al público con una inflexión entre coqueta y ladina, alabó mi intrepidez y caballerosidad. Después extrajo de su cintura una pañoleta negra y al acercárseme, con un ademán reflejo interrumpí su intención de vendarme los ojos. Me juzgué un mentecato al verla pestañear como contrariada con un mohín de recelo que aún me duele evocar. Aduciendo que era lo usual para efectuar el número pero que no tenía inconveniente en hacerlo según mi preferencia, me pidió acomodarme junto a un enorme tablón lleno de perforaciones dispuesto verticalmente en un extremo del foro y circundado con globos rojos. Sólo entonces las cosas comenzaron a encontrar acomodo en mi cabeza previniéndome del papel que estaba a punto de protagonizar, sobre todo al ver a un asistente irrumpir con un encandilante juego de puñales
No lo pensé más. Lleno de consternación huí del proscenio con un brinco botarate cayendo sobre una butaca vacía, para después salir lanzado como roca de catapulta dejando atrás a mi dama, al público y la carpa en medio de la rechifla general. Me amilané como los machos negándome a atender el llamado del destino y no permití que me atravesara el corazón una lanzacuchillos por muy hermosa que fuera.