Tengo un oficio abyecto pero
redituable, soy hediondista. Repito: hediondista. Sí, no se rían. Fabrico
soluciones fétidas. Las vendo casa por casa recorriendo un exclusivo circuito
residencial. Cuento con una amplia gama de productos en catálogo aunque también
elaboro material por encargo. He patentado todas mis fórmulas. Es un negocio en
pleno crecimiento. Tal vez no lo crean pero los concentrados apestosos tienen
gran demanda. Y no hablo únicamente de los que se expenden para gastarle una
broma pesada a gente amiga -o
enemiga-. De
esas sustancias que se embarran en la mano al saludar dejando su impronta
hedionda, o las que se colocan debajo de una silla para extender sospechas
burlonas entre la concurrencia de una reunión. Para tales prácticas inofensivas
proveo el clásico frasquito con tufo a caño tapado o huevo podrido. Pero hay
olores sintéticos con fines utilitarios de mayor alcance para los que se requiere
habilidad y empeño. Si quieren obligar a alguien indolente para que limpie las
alfombras o la tapicería de los sillones y el sofá, rocíen los enseres con mi
extracto de vómito postjuerga navideña. Para aquellos que anhelen transportarse
cómodamente en un vagón vacío del metro un día laborable a la hora pico, la
solución es simple: un artefacto pestífero expansivo de flatulencia perruna.
¿Quieren acaparar la comida en el bufet de una muestra gastronómica internacional?
Fácil. Basta abrir una cápsula que libera una mixtura odorante de vegetales
pútridos, calcetín de maratonista y transpiración canicular de borracho
cervecero. Si intentan desembarazarse de un pretendiente encimoso o de alguna
enamorada melodramática, pueden recurrir a mi atomizador bucal con efluvio de
mofeta malaya combinado con orina de zorro. Provoca una halitosis más repugnante
que expeler gases o un regüeldo de jugos gástricos, impregnándose en el prójimo
de modo nefando; cualquier amago de beso desaparecerá ante este infalible
compuesto levemente tóxico que trastorna la facultad olfativa hasta por varias
horas. Un genuino ataque a la nariz. Ahora bien, lo mío es un trabajo de
detalle. No se crea que es cuestión de revolver ingredientes al azar. No. Tiene
su método. Mi clientela es exigente y debo traducir a una pestilencia específica
su capricho y, sobre todo, sintetizarla en mi laboratorio casero. Hoy, por
ejemplo, me toca la entrega de un excéntrico pedido. Un líquido espeso con el miasma
de cadáver putrefacto. Encomienda de un predicador, de esos que salen en la tele
y actúan como merolicos frente a los incautos. Dice que él es la resurrección y
la vida. No me animo a preguntar para qué quiere el menjurje.