sábado, 17 de marzo de 2012

El hediondista




Tengo un oficio abyecto pero redituable, soy hediondista. Repito: hediondista. Sí, no se rían. Fabrico soluciones fétidas. Las vendo casa por casa recorriendo un exclusivo circuito residencial. Cuento con una amplia gama de productos en catálogo aunque también elaboro material por encargo. He patentado todas mis fórmulas. Es un negocio en pleno crecimiento. Tal vez no lo crean pero los concentrados apestosos tienen gran demanda. Y no hablo únicamente de los que se expenden para gastarle una broma pesada a gente amiga -o enemiga-. De esas sustancias que se embarran en la mano al saludar dejando su impronta hedionda, o las que se colocan debajo de una silla para extender sospechas burlonas entre la concurrencia de una reunión. Para tales prácticas inofensivas proveo el clásico frasquito con tufo a caño tapado o huevo podrido. Pero hay olores sintéticos con fines utilitarios de mayor alcance para los que se requiere habilidad y empeño. Si quieren obligar a alguien indolente para que limpie las alfombras o la tapicería de los sillones y el sofá, rocíen los enseres con mi extracto de vómito postjuerga navideña. Para aquellos que anhelen transportarse cómodamente en un vagón vacío del metro un día laborable a la hora pico, la solución es simple: un artefacto pestífero expansivo de flatulencia perruna. ¿Quieren acaparar la comida en el bufet de una muestra gastronómica internacional? Fácil. Basta abrir una cápsula que libera una mixtura odorante de vegetales pútridos, calcetín de maratonista y transpiración canicular de borracho cervecero. Si intentan desembarazarse de un pretendiente encimoso o de alguna enamorada melodramática, pueden recurrir a mi atomizador bucal con efluvio de mofeta malaya combinado con orina de zorro. Provoca una halitosis más repugnante que expeler gases o un regüeldo de jugos gástricos, impregnándose en el prójimo de modo nefando; cualquier amago de beso desaparecerá ante este infalible compuesto levemente tóxico que trastorna la facultad olfativa hasta por varias horas. Un genuino ataque a la nariz. Ahora bien, lo mío es un trabajo de detalle. No se crea que es cuestión de revolver ingredientes al azar. No. Tiene su método. Mi clientela es exigente y debo traducir a una pestilencia específica su capricho y, sobre todo, sintetizarla en mi laboratorio casero. Hoy, por ejemplo, me toca la entrega de un excéntrico pedido. Un líquido espeso con el miasma de cadáver putrefacto. Encomienda de un predicador, de esos que salen en la tele y actúan como merolicos frente a los incautos. Dice que él es la resurrección y la vida. No me animo a preguntar para qué quiere el menjurje.