jueves, 13 de febrero de 2014

domingo, 26 de enero de 2014

La bandera pirata de Ana Bonny




La Vida se la toman muy a pecho, el miedo a perderla los paraliza. Hay que excederse sin temor: la tierra prometida está en el muelle y su botín de tabaco, vino, doblones de oro y piedras preciosas. Cuando zarpo en busca de tesoros es como emprender un viaje a celestiales pesadillas. En el mástil izo mi estandarte pendenciero y una bandada de aves carroñeras me anticipa los vientos y las olas. Domino el idioma de las estrellas gracias a mis nocturnas confidencias: cuando el torpe vigía duerme y nadie me ve, camino en la cubierta con las constelaciones como bisutería sobre el chal blanco que hurté a una meretriz holandesa.
Se me odia con espanto porque mi hermosura no es un devaneo de mi alma. Soy una reina entre los mares, una deidad con su propio paraíso; en mi bergantín también hay ángeles de plumaje homosexual que llevan pata de palo. Todos cojeamos y tenemos un modo fanfarrón de exhibir nuestrar heridas. Ataco sin piedad emitiendo depravados alaridos. Puedo arrancar narices con una dentellada o disputarme en un duelo al cretino que me plazca: mi mal gusto es definitivo. Brindo con ron por mis macabros y pésimos modales. Nada seduce tanto a un hombre como la vulgaridad en un bello rostro de mujer, en especial antes de un paseo por la borda, sobre la tabla que conduce a los tiburones arremolinándose mar abajo.



sábado, 4 de enero de 2014

Vericuentos 12 (Señorita Cometa)



Soñé que la Señorita Cometa soñaba conmigo. Ella una hermosa joven veinteañera con un magno kimono de seda, yo un niño de once inventando el japonés. Estábamos de lo más elocuentes y jocundos. Compartíamos un plato de sushi, ella con tenedor yo con palitos. Sake para mí, tequila para ella. "Kometo-san", le decía y para impresionarla tuve la ocurrencia de improvisar un abigarrado jaicú sobre cerezos, bambúes, campos de arroz, orugas, abanicos de papel, patos salvajes, ranas, flores de ciruelo y las cuatro estaciones sin omitir al monte Fuji. Todo en diecisiete sílabas.
En la parte crucial de mi trance onírico cometí una imprudencia: le revelé que en mi primera comunión expuse al sacerdote como pecado introductorio, el ritual de tocamientos impuros que a diario realizaba en mis contornos pudendos pensando en ella, a modo de tributo amoroso. A Kometo-san no le hizo gracia mi actitud inverecunda. Con gesto airado extrajo de la nada su varita mágica y con un pase me cubrió con una horrenda botarga hecha con tela de tartán que me hacía ver como espantapájaros escocés, igualito a Chivigón. Cariacontecido, dejé escapar una lágrima trémula como el rocío aunque de bisutería. La conmoví. Tanto que que ella tuvo a bien devolverme mi forma humana pero un poco mayor, un mozo compatible. Ante tan feliz coyuntura, invoqué a la diosa Xochiquétzal con un conjuro y lanzando al aire un idolillo de obsidiana. De inmediato la Señorita Cometa quedó despojada de su sofisticado kimono para quedar con la soberbia minifalda que dejaba lucir las piernas que tanto me enloquecían cuando así aparecía en su programa de televisión.







viernes, 22 de noviembre de 2013

Una chica rumana




Año de gracia 1976. Todos los quinceañeros del mundo estamos enamorados de la misma chica: Nadia Comaneci. A través de la televisión exaltamos su figura quebradiza y su rostro de hada mórbida con tétricas ojeras. Desde Montreal nos llegan las imágenes de sus galas gimnásticas. Es la Reina de las Olimpiadas. Ha conquistado la perfección del 10. Yo, como su más fiel prometido, admiro su ejecución en las barras asimétricas. Suspirante y melodramático. En la viga de equilibrio permanezco litúrgico ante el influjo de sus tobillos, esa parte del cuerpo con tan poco prestigio romántico. Por un momento pienso que es la primera y única muchacha en la historia con el pelo sujeto mediante colita de caballo.
Ella es de los Cárpatos, coterránea del mismísimo Vlad Tepes: el lado oscuro de mis gustos. Me aquerencio más de su mirada tristona cuando me entero que nacimos el mismo año y lo celebro con piruetas de tullido. Nadia es capaz de volar sin trampolín. Las rutinas son exactas. En cada ejercicio apuntala su estirpe de campeona. La niña sonámbula da giros inverosímiles mientras en mis venas los glóbulos juegan a las carambolas. En cámara lenta sus secuencias acrobáticas son un vértigo en la eternidad. El punto de apoyo: mi aliento… o falta de él. ¡Y qué brazos! Elocuentes, a diferencia de su cara angulosa. La inexpresiva palidez de hielo y, sin embargo, febril. Cuello de cursilería adolescente y fatalista.
Terminan las justas deportivas y su halo permanece. La veo a cada momento. Su estampa está en todas partes. Me agrada y duele. No quiero compartirla. Hablo con ella. Figuraciones. Rumbo a la escuela, en la revistería, por el parque, entre mis libros, bajo mis sábanas.
*
Año de gracia 1977. Tengo una novia y se llama Nadia aunque ella no lo sabe. Noticia pagana: viene a mi país. Noticia celestial: también a mi ciudad. Dará una exhibición a sólo cinco cuadras de mi casa
Las semanas previas a su arribo son como un encantamiento. Me he gastado todos mis ahorros en la compra del boleto de entrada y de ninguna manera faltaría a la ceremonia de recepción en el aeropuerto. El dinero que me queda es insuficiente para para pagar un taxi a un sitio tan lejano en las afueras de Monterrey. Deberé aproximarme en camión y andar varios kilómetros.
No sin contrariedad advierto que somos una multitud los peregrinos junto a la carretera. Un séquito de adolescentes en marcha botarate. Algunos llevan pancartas con fotos de Nadia. El sol achicharra nuestras nucas pero ninguno amaina el trote, al contrario: ya con la torre de control en la mira todo mundo adquiere nuevo vigor.
Si la caravana peatonal era tumulto, en el aeropuerto se hallaba media ciudad conglomerada. Me fue inútil cualquier intento por abrir tramo hasta mi prometida. Todo lo que obtuve fue un codazo y una camisa manchada con sangre. Afligido, emprendí viaje de regreso dándome ánimo ante la perspectiva de verla al día siguiente en el gimnasio.
*
Dado que mi boleto era de plebeyo y sin numerar, la mañana del evento hice fila desde muy temprano con el fin de procurarme una butaca decente. Con un amanecer muy prometedor, “Nadie como Nadia”, se escuchaba y leía por doquier. El fleco y la colita de caballo instauraban moda entre las muchachas. Tras largas horas de alternar de pie o sentados en el suelo por fin nos permiten la entrada. Me doy el lujo de tomarlo con calma e inspecciono el recinto para detectar el punto idóneo donde colocarme. La gradería es ocupada en poco tiempo. Elijo un asiento contiguo al corredor de los vestidores por el cual tendrá que pasar el equipo rumano. Todo un privilegio. Hay buen ambiente: un público jocundo e imbuido.
Se aproxima la hora y la inquietud me cosquillea en tanto mantengo la mirada fija en el pasillo aguardando a las gimnastas. De pronto una voz a través de unas bocinas nos da la bienvenida y prosigue con una indeseable (inmunda) retahíla de patrocinadores (rechifla general) para luego conminarnos a la práctica de algún deporte. Enseguida anuncian a las visitantes y un clamor unánime detona.  Me pongo de pie para asomarme al corredor y… ¡Es ella! : Nadia Comanecci se encuentra a tiro de mis ojos. Viene a mi encuentro con uniforme blanco. Le tiendo mi mano, gesto que imitan quienes me rodean encaramándose en mi cuerpo enclenque. Trepan a mi espalda, me ponen fuera de juego como a un receptor de futbol americano: magullado y aturdido. Cuando reaccioné Nadia todavía estaba ahí. Risa y risa.


viernes, 15 de noviembre de 2013

Número Pi



En un lugar después del punto,
de cuyos decimales no puedo acordarme;
no ha mucho tiempo que un hombre de ciencia
perdió el juicio garabateando cálculos
para dar con pi,
ese número con estrambote
de antecedentes subversivos
e identidad imprecisa,
más huidizo que un pulpo jabonoso.
El teórico, encaprichado con la exactitud,
se afanaba con el ábaco de pilas
y el compás eólico de un maestro rural.
En las escaramuzas con los guarismos
no perdía su vigor divisorio
(baja el cero y es perenne).
Fue ardua la pesquisa de decimales inéditas:
pliegos tortuosos ungidos con
tanta tinta tonta [casera]
e iterativas salpicaduras de brandy.
Con euclidiana paciencia
forcejeó con las cifras
colmándolas por turnos
de injurias y genuflexiones.
Tras una fatídica zancadilla en las neuronas
propinada por un dígito
equis tal que equis era elemento
del conjunto irracional,
el buen hombre pereció en brazos
de un desbordamiento aritmético (overflow).
Su macabro epitafio:  π




sábado, 19 de octubre de 2013

La errancia caprichosa



El estilo ante todo: guantes de piel, vestido largo y botas de mujer que domina; aunque tenga la cara de princesa medieval. No iba a realizar mi primer vuelo luciendo como una bataclana. No soy una bruja en su escoba. Elevarse aunque sea unos pocos metros por encima de la polvorienta llanura amerita un toque de elegancia. En el aire se requiere más garbo que con los pies en la tierra. El viento en el rostro es una caricia de algodón. Durante el corto vuelo el sentido de libertad me envuelve como un manto de exquisito tafetán.
Claro que... montarse en un aeroplano es como si una pájara ciega guiara a una mariposa tullida, pero abandonarse al placer de la errancia más caprichosa no tiene paralelo. Es un trance que ningún narcótico puede siquiera vagamente remedar. El motor, los controles y las propelas me inspiran cierta experiencia animista, como si pudiera transmitirles mi júbilo de anacoreta aérea. Pero no olvido que lo inesperado siempre acecha como una nube oscura. Una falla insignificante y...
No soy una bruja en su escoba, más bien una sílfide con alas de tela y alambre.

Thérèse Peltier (1873 − 1926) La primera mujer en pilotar sola un aeroplano.



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miércoles, 9 de octubre de 2013

Todos campeones





Al jefe de los tangú en Nueva Guinea, le gustaba combinar la tradición con la modernidad. No era un líder obtuso y con beneplácito acogía las experiencias enriquecedoras provenientes del resto del mundo. De modo que hizo convocar a su pueblo para que presenciara una justa deportiva doble: primero un partido de tnketak y después -por vez primera en la comarca- uno de futbol. Aquella mañana dio la bienvenida a los participantes con un vehemente panegírico y el primer evento tuvo principio. El tnketak era el mayor recreo atlético de la tribu, con la misma dinámica que el boliche: hay que derribar piezas de coco parecidas a los pinos, mediante una fruta grande y seca que se hace rodar con vigor. El jefe veía con agrado el desarrollo del encuentro y los vítores del público denotaban gran júbilo. Resultado: un merecido empate entre los dos equipos contendientes.
Tras una corto festejo, el jefe de los tangú hizo un anuncio antes de iniciar el próximo acontecimiento: “La nación Tangú se complace en abrir sus puertas a un nuevo deporte... el futbol. Únicamente hemos introducido unas pocas variantes en las reglas para que pueda ser admitido en nuestra civilización: no hay ganadores, no hay perdedores y no hay árbitros”. Una delegación europea de autoridades futbolísticas, invitada de honor a tan magno capítulo en la historia, no tuvo más remedio que oponerse. Aquello era inconcebible pues iba en contra de la filosofía competitiva occidental. Nuestro anfitrión les explicó de modo gentil. Para un tangú era indigno ganar o perder, constituía un deshonor, algo inmoral. Su mística de la amistad, la equivalencia y la cooperación los obligaba a perseguir el empate a toda costa; y si para lograrlo era preciso un juego de horas, días o semanas, lo hacían. Asimismo, en los torneos la meta era un primer lugar colectivo: todos campeones. No obstante, también registraban sus hazañas: para ellos un marcador cero-a-cero constituía un partidazo. “Lo importante es empatar”, les dijo.