El caracol se desplaza recorriendo mundo con aire circunspecto. Es parsimonioso alpinista de tallos, muros y las más intrincadas pendientes. Con sus dúctiles antenas se arrastra entre las hojas con una mansedumbre que no pierde ni en los momentos de peligro, cuando se repliega —y no del todo salvo en los casos de hostilidad directa— en el refugio de su concha. El peso de la misma lo mantiene esbelto por sabia disposición de la Naturaleza ya que de otra manera no cabría en el portátil aposento.
El caracol degusta las cosas con voluptuosidad y filosofía. Con húmeda devoción toca su entorno y lo explora. Untuosamente se encariña con sus hallazgos. Va por la vida con toda calma aunque sabe que la suya es breve. Siendo lánguido siente que estira el tiempo, que lo dilata. Pero su pulpa viscosa es finita y un buen día el caracol no viaja más. Se queda varado, consumiéndose, dejándose secar y muriendo oculto en su concha lleno de un inapelable aburrimiento… y de tristeza.