martes, 9 de junio de 2015

Sonetisto


(Epífora endecasílaba con sonetillo interno heptasílabo)

—Te arreglas muy coqueto. —Ya estoy listo.
—¡Y con saco bordado! —Fue el modisto.
—¿Para qué este soneto? —La conquisto.
—Pero eso es anticuado. —Me resisto.
—¿Si le apetecen flores? —Voy provisto.
—¿Y si ella te rechaza? —Pues insisto.
—¿Si objeta tus amores? —No desisto.
—Supón que te amenaza. —Le despisto.
—¿Si se torna iracunda? —Lo he previsto.
—Si piensas lo que pienso... —Luego existo.
—Mereces una tunda. —Mucho disto.
—Al mal eres propenso. —¡Está visto!
—¿Y si ella se desmaya? —La desvisto.
—¡Te pasas de la raya! —No soy Cristo. 

sábado, 30 de mayo de 2015

El soledoso




A diferencia de otros de este gremio,
le hablo a mi soledad de cosas vanas,
coloco una diadema entre sus canas
y la invito a bailar en plan bohemio.
No es una penitencia o leso premio,
aunque sin brillo son sus filigranas
es más dulce que insípidas fulanas
a las cuales por regla soy abstemio.
Le acomodo el listón de las caderas,
sostengo su espejito al maquillarse,
remiendo su senil ropaje de hada.
Me luzco de su brazo en las praderas
y la beso en la frente al acostarse:
con los años se ha vuelto recatada.

sábado, 23 de mayo de 2015

Amores para siempre


Parece ser que el concepto de los amores para siempre ya existía antes que el mismísimo Dios, es decir en una Era X. Por lo menos con quince minutos de anticipación. Son absolutos los amores para siempre, están hechos de un sustrato alucinógeno, de una membrana evaporada que cubre a quienes se abrazan al vacío. Los amores para siempre son todo capítulo inicial de las religiones y las ciencias.
Los amores para siempre enjoyan cualquier harapiento sentimentalismo, vuelven tórrido y astuto incluso al más pacato en el momento de repetir esas mentiras que se ansía tanto creer: táctiles entelequias, ilusiones aromáticas para corporeizar al tiempo.
Contradictoriamente, no es el ave fénix el emblema de los amores para siempre, sino la rosa.
Mi amor para siempre es más para siempre que cualquier otro. 

viernes, 24 de abril de 2015

Suelas




Algunas calles de Pompeya carecían de adoquines. Sulpicia acostumbraba recorrerlas cuantas veces fuera conveniente para publicitar su trabajo. Como promotora de sí misma, se esmeraba en la tarea debido a la numerosa competencia. Hacía trayectos mañana, tarde y noche ya que, según su propia ética laboral, debía estar disponible las veinticuatro horas. La clientela era huérfana de horario.
Con pleno convencimiento de que para prosperar era necesario invertir, Sulpicia erogaba un porcentaje de sus ganancias en su más importante herramienta de propaganda: suelas para sandalias. Anunciarse con frecuencia era vital para mantenerse en el mercado, "en la andanza" según la jerga del gremio.
Sulpicia tuvo la idea de ofrecer sus servicios de un modo inusual al advertir cómo un pastorcillo daba con una cabra perdida siguiendo el rastro. A ella le pareció notable que entre muchas otras huellas de rebaños, el pastorcillo fuera capaz de identificar sin titubeo alguno a la cabra fugitiva. El muchacho le dio a conocer su secreto. Una pezuña de la cabra tenía una hendidura peculiar, muy abierta, que la diferenciaba. De este modo la pesquisa era fácil. Sulpicia de inmediato tuvo un brote de creatividad. Eso era lo que necesitaba: un distintivo, una marca. Algo que la hiciera sobresalir del resto, un detalle único que no tuvieran sus colegas. Con entusiasmo, se dirigió a su casa volviendo la cabeza intermitentemente para mirar sus propias pisadas en el polvo.
El primer experimento fue con un par de sandalias viejas a las que Sulpicia adhirió con cola, unas cuentas de vidrio en una suela; las dispuso desde el talón hacia la punta de tal forma que su nombre pudiera leerse. Luego de secar el pegamento, hizo un experimento en el patio. Salvo por lo torcido de algunas letras, su nombre quedaba perfectamente impreso en la tierra. Satisfecha con el resultado, preparó la otra suela con la palabra "Sígueme". El resto no era más que salir a las calles de Pompeya y la audaz campaña para atraer clientes estaría en marcha.
Sin embargo, Sulpicia pronto se dio cuenta con desencanto que en pleno trajín algunas cuentas de vidrio terminaban por desprenderse. La idea era buena pero mejorable. Un nuevo relámpago inspirador vino en su ayuda: sus sandalias con suelas de madera. De hecho las prefería ya que estaban cubiertas por delante protegiéndola mejor del agua y el barro, además de estar hechas con un llamativo color rojo.
Primero intentó ella misma grabar la suela con cuchillo, pero su impericia y las poco hechiceras cortaduras en sus manos la persuadieron de que era mejor acudir a un carpintero. A la vuelta de su casa había uno muy hábil quien le resolvió el problema y hasta le hizo en tablillas de cera, varios diseños tentativos para que eligiera según sus gustos y propósitos.
Sulpicia quedó encantada con sus suelas. Podía caminar sobre los terrenos más inhóspitos con la confianza de que sus huellas dejaban una nítida y muy particular marca, sin preocuparse por la reciedumbre de su trajín.
Era la meretriz más cotizada en toda Pompeya: "Sulpicia. Sígueme. 15 ases".

sábado, 21 de marzo de 2015

A veces




A veces
Escribir un poema se parece a un orgasmo:
mancha la tinta tanto como el semen,
empreña también más, en ocasiones.
Tardes hay, sin embargo,
en las que manoseo las palabras,
muerdo sus senos y sus piernas ágiles,
les levanto las faldas con mis dedos,
las miro desde abajo,
les hago lo de siempre
y, pese a todo, ved:
no pasa nada.
Lo expresaba muy bien César Vallejo:
“Lo digo, y no me corro.”
Pero él disimulaba.
Ángel González (Oviedo 1922-Madrid 2008)




Pan



Quisiera hacer harina de mis huesos
para dejar un pan en cada puerta,
en epopeya anónima encubierta
por grillos nocturnales y traviesos.

Pan para los pacíficos confesos
y los que hacen del hambre su reyerta;
para los mancos con la mano abierta,
los don nadie y los raudos patitiesos.

Horneado a medio pecho con la lumbre
de la humildad novata y repentina
que el quebranto después hace costumbre.

Haré del pan mi más casto amorío
e iré con una máscara de harina
dejando en cada umbral un grano mío.

martes, 17 de marzo de 2015

La hora de la Pantera Rosa



1.
Primer día de clases. Escuela primaria. Yo con un espantoso uniforme estilo militar que incluye corbata y cuartelera. Ella como una paloma: toda de blanco, inmaculada desde los zapatos hasta la blusa. El hermoso cabello muy oscuro casi negro recogido con una rigurosa colita de caballo. Pasan lista y yo estoy más que atento, no para escuchar mi nombre sino para conocer el de ella: Lorena. La niña más bonita de toda la Creación.
Aún no lo sabemos pero seremos duros rivales durante los próximos seis años en materia de calificaciones y en especial en ortografía. Como las bancas son dobles y la disposición escolar establece el duplo niña-niño, la han sentado con alguien que gratuitamente ya me cae mal.

2.
Lorena sesea al hablar, se come las uñas y pestañea a razón de tres veces por segundo cuando está un poco nerviosa. Sus padres administran una mercería con toda clase de artículos para la escuela de modo que sus útiles están en perfecto orden, lápices y colores con buena punta, plumas y cuadernos. Todo contrastando con lo mío que traigo "a la buena de Dios". A una semana de haber empezado las clases no se ha dado cuenta de que existo. Tamaña indiferencia no se la pienso permitir, así que fraguo un plan: fingiendo ir a preguntarle algo a la maestra pasaré junto a su lugar, derribaré su libro de lectura y después, como todo un caballerito, se lo recogeré deshaciéndome en disculpas. Pero todo sale mal. Tropiezo con su mochila que está justo al lado del banco y azoto estrepitosamente como chango viejo y me gano una secuela de risotadas que incluye a la maestra.

3.
Ella es risueña y amable con todos mas no conmigo. Parece que intuye mi interés pero pronto me dedicará una abierta antipatía: ocurre que los dos somos los más aplicados en clase, quienes aprendemos a leer y escribir más rápido que el resto. Han instaurado los concursos semanales de ortografía en donde ella y yo siempre resultamos ganadores en franco empate. Y eso, parece que Lorena no lo piensa permitir. Tiene que demostrar su supremacía.

4. 
Estamos en tercer grado y Lorena sigue sin dirigirme una mínima mueca. Cuando me mira lo hace con expresión neutra, como si yo fuera traslúcido y ella pudiera ver el horizonte. Su antipatía hacia mí es seca y pétrea.
Nos han seleccionado para participar en un concurso interescolar de ortografía, resultamos ganadores pero de nuevo ella y yo en empate. Me he planteado seriamente la posibilidad de perder adrede para ver si consigo que me mire con otros ojos.

5.
Quinto grado. Ha ocurrido un milagro: Lorena y yo compartimos el mismo banco doble. Yo estoy radiante pero ella ahora sí que ha dejado su natural imperturbabilidad y muestra enfado. A mí me parece más bella que nunca; se ha dejado crecer su esplendente cabello que a veces roza mi hombro.
He olvidado mi sacapuntas y ella se ha dado cuenta de que estoy en aprietos pero no se muestra generosa: no me quiere prestar el suyo de modo que afilo mi lápiz con los dientes. Ella observa la operación con gesto repulsivo.

6.
Nuevo concurso de ortografía. El proceso que se sigue para revisar las veinte palabras que nos dictan me pone en un predicamento: hay que intercambiar la hoja con la prueba, yo reviso la de Lorena y ella la mía. Es una situación cruel. Los dos estamos muy nerviosos. La maestra escribe las palabras en el pizarrón. Hasta el momento todo bien: quince palabras y Lorena no ha fallado en ninguna, yo tampoco. Pero de pronto —¡ay!— ella escribe "alchol" con una sola o. Es un momento terrible. Me mira azorada, no puede creer el haber cometido error semejante. Yo le devuelvo la mirada quizá más aterrorizado que ella. ¿Qué hago? Me estoy jugando el amor de mi chica. Mi mano tiembla: no puedo ponerle una tachita al lado de la palabra mal escrita. Me quiero morir, que me trague la tierra. Entonces, le arrebato su bolígrafo, de alguna manera busco espacio para agregar la letra faltante, me hago el disimulado y aquí no ha pasado nada. Pero sí pasa. Lorena me mira como nadie lo ha hecho nunca, con ojos de agradecimiento profundo, con beatitud, con dicha enorme. Entonces no me cabe duda: he dado un gran primer paso en mi carrera de seductor.

7.
Es sexto grado. A pesar de mi caballeroso gesto con Lorena en el certamen, no ha progresado mucho nuestro idilio. Ya me habla con amabilidad, me comparte sus útiles pero no percibo en ella una pasión tan arrebatadora como la mía.
Otro milagro vuelve a ocurrir. Estamos en el recreo y yo comento con mis compañeros un programa de televisión que está de moda: "La Pantera Rosa". Así de la nada, me pongo a caminar imitando a la pantera. Entonces escucho una música celestial, una risa de ángel. Es Lorena quien me ha observado a lo lejos y me pide que lo vuelva a hacer. ¿Cómo negarme a las solicitudes de mi dama? Desde entonces se vuelve costumbre durante el recreo escucharla gritándome: "¡Camina como la Pantera Rosa, camina como la Pantera Rosa!", y yo más que gustoso hago el ridículo por ella.

8.
Estamos por concluir la escuela primaria y aún no he cumplido con el protocolo de declararle mi amor a Lorena. Debo hacerlo antes de que comiencen las vacaciones de verano. Ella se irá dos larguísimos meses con su familia a una playa, así que es ahora o nunca. Decido perseguirla a la salida de la escuela, con sigilo, escondiéndome tras los árboles, caminando como la Pantera Rosa. Mi corazón martillea. No estoy muy seguro de lo que debo decirle. Le doy alcance, le pido un minuto. Profiriendo lo que debieron parecerle balbuceos torpes le confieso en forma por de más expedita: "Lorena, yo te quiero mucho. ¿Quieres ser mi novia?". Ella, más expedita aún, contesta lacónicamente "No".
Pero agrega: "No, hasta que pasemos a secundaria, después de vacaciones, porque ya en secundaria seremos grandes y ya podremos ser novios".

9.
Así que el enamorado pasará toda una eternidad aguardando. Para que el tiempo pase rápido, trabajo en un taller mecánico y voy a nadar todos los días.
Mi paciencia parece que se verá recompensada pronto: falta una semana para el regreso a clases así que Lorena debe estar por volver.
En la piscina me encuentro con una amiga de Lorena. Chapoteando los dos, disfrutando de la tarde calurosa. Me dice: "Pareces muy feliz". El tono no es amigable sino de auténtico reproche, casi de rabia. Intrigado, pregunto: "¿Por qué lo dices de ese modo?", ya de plano con gran angustia, sintiendo un frío en el pecho agito las manos esperando una explicación.
"¡Cómo! ¿No te has enterado? ¿Será posible que tú...? Lorena y su familia tuvieron un accidente en la carretera y fallecieron todos menos su mamá. Ella prefirió viajar en avión porque el trayecto era muy largo".
Yo hago unos ruidos extraños, como risa o estertores, como lloriqueos, todo junto. Salgo del agua a toda prisa y me visto poniéndome el pantalón sobre el traje de baño mojado. Corro a toda prisa hasta la mercería de Lorena. Un enorme listón negro cubre la puerta. Yo me quedo ahí, escurriendo todavía agua de la piscina. Sin control de mí por las convulsiones del llanto. Viudo.
Nunca más volví a caminar como la Pantera Rosa.