lunes, 2 de marzo de 2015

Escritorio público


En el Mercado Juárez de Monterrey existe un pequeño local que aparentemente no tiene ningún nexo con el resto de los tenderetes que pululan ofreciendo sus mercaderías a los visitantes. Es el escritorio público de Don Hermenegildo. Un oficio que es ya una especie en extinción. Un negocio humilde con una vieja máquina de escribir, una mesa patuleca y un par de sillas. ¿A quién se le ocurre en esta época de frenesí tecnológico, de mensajes instantáneos y todo tipo de avances en comunicación, intentar ganarse el sustento con una actividad tan rancia? A Don Hermenegildo, nombre que por cierto suena tan intimidante que a uno le parece que el señor fuera a sacar en cualquier momento una pistola o por lo menos un machete.
Yo le pregunto si todavía hay personas que soliciten sus servicios y me mira como pensando: "pobre hombre moderno ignorante"; pero con indulgencia responde: "desde luego".
Las tareas en el escritorio público son variopintas: llenar formularios para cumplir con un requisito burocrático, solicitudes de empleo, trámites legales, elaboración de facturas, trabajos escolares que alumnos perezosos prefieren no pasar en limpio. Algunos maestros igual de holgazanes delegan la puesta al día de las boletas de calificaciones. 
Algunos escribanos que son competidores se han actualizado con computadoras e impresoras, pero Don Hermenegildo sostiene que existen aún múltiples formatos que no pueden imprimirse y necesitan ser mecanografiados. Por otra parte él tiene un par de ventajas. Habla náhuatl y otomí y muchos de sus clientes no saben español de modo que funge como traductor. A Monterrey llegan tantísimas personas de comunidades indígenas en busca de trabajo o a vérselas con alguna dependencia de gobierno, las más de las veces para tratar algún asunto en la que llevan las de perder.
Incluso algunos que saben hablar y leer español se avergüenzan de su trémula caligrafía y recurren a Don Hermenegildo. Otra de sus ventajas es que es experto redactando cartas de amor. Junto a su vetusta máquina de escribir, además de papel, sobres y diccionarios, cuenta con ejemplares de poesía amorosa de donde extrae las más vehementes frases para enamorados. Lee en voz alta algunas líneas y traduce en seguida. Sugiere palabras, expresiones. Pregunta: ¿de qué color son sus ojos? Pide que le describan el cabello, la risa, el andar. Vuelve a inquirir: ¿Cómo la llamas: palomita, chiquilla, mi flaca, cachorra, mamicuchi, mamilín, mamirrica, caramelito, pirañita, cielo, fierecilla, lucero, tesorín, mi solecito, la nómber guan, amore, pirada, pitufina, morcillita, bambina, ratoncita, darling, chata, tomatito, sapita?
Cartas para declararse, para pedir perdón, para decir te extraño, para pedir matrimonio, cartas para reprochar, para dar rienda suelta a los celos. Cartas cachondas cargadas de dulce concupiscencia. Cartas para ponerse romántico.

Ángel mío, mi reina, mi sangre, mi todo... 
Ni mitz tlazohtla  (Te amo)



"Las cartas de amor son lo más rentable de mi negocio", dice.