El abeto está muy vinculado al origen del género humano. Se lo considera ente propiciatorio de la procreación. Su fruto en forma de piña alargada era venerado como un símbolo fálico. En la antigüedad se solía golpear suavemente el cuerpo de las mujeres con ramitas de abeto para desearles fecundidad al igual que se golpeaba el tronco del árbol para instarlo a dar frutos. Una tradición señala que los recién casados empuñaban manojillos de abeto para favorecer la descendencia.
Pero también el follaje, los piñones y la resina era utilizados por mujeres insatisfechas para elaborar menjurjes que servían a la hora de hacer conjuros: "¡Te alabo, oh piña venturosa! El hombre que tengo no me gusta. Que el cielo me envíe otro más joven".
Teofrasto, en su obra De historia plantarum, ponderaba su esencia perenne debido a su gran fortaleza ante los rayos.
Cuando se tala un abeto, un genio que habita en él sale a suplicar por su vida y si se persiste en la tarea ambos mueren. Si un abeto ha resistido centenares de años debe ser tratado con respeto aunque ya no tenga follaje y su corteza languidezca: algún día caerá solo por una ráfaga de viento.
Árbol nupcial, el abeto,
es buscado por doncellas;
de su tronco toman ellas
sus ramas como amuleto.
Se frotan el vientre inquieto,
los pezones y la frente
con el verdor bienoliente
que guarda frutos y vida:
la constancia prometida
como espuma de simiente.