viernes, 9 de marzo de 2012

Mary Tifoidea


Al desembarcar en Nueva York me puse muy nerviosa porque me advirtieron que las autoridades migratorias eran muy estrictas con la higiene y la salud. Por si fuera poco, a los irlandeses nos tenían por mugrientos. Cualquier indicio de enfermedad y adiós América. Mi aplomo durante el interrogatorio fue el mejor pasaporte. ¿Quién puede prohibirle la entrada a una joven a todas luces sana?
Tuve mucha suerte al encontrar empleo como cocinera poco después de mi llegada. Mi habilidad culinaria también fue definitiva. Pero ¿cómo iba a intuir que una elemental sopa de verduras pudiera ser dañina? Con la mitad de mis comensales aquejados por fiebre y dolor de cabeza decidí que era mejor hervir ollas en otra parte. Me aceptaron en un hogar aristocrático. Ahí tuve que recibir a un agente de la policía porque uno de los que paladearon mi sopa había muerto. ¿Era sospechosa? Previendo que no me dejarían tranquila empaqué de nuevo. A mi siguiente trabajo llegó la noticia de otra cadena de enfermos, todos adeptos de mis platillos. Me marcaron como portadora de tifoidea. Mi querella ante la ley fue en vano. Fallecieron dos más. Fue una tortura mi peregrinar entre empleos y alojamientos. Buscando refugio y purificación hube de ocuparme en la cocina de un hospital. Lo supuse un logro mas perdí la batalla. Dicen que contagié a medio centenar. Tengo ya venticinco años en cuarentena, apartada en un rincón del hospital. Al menos tengo mi cabañita. Ya no cocino.

Mary Mallon

sábado, 3 de marzo de 2012

Homo Lectoris 2 (Signos)





Todo comenzó cuando un bípedo peludo fue capaz de comprender un “signo” dejado por uno de sus semejantes. Leyó. Y al leer pudo columbrar la índole de un vecino incógnito. Un símbolo elemental y burdo, pero que representaba algo de su entorno, muy común. Quizá lo reprodujo, justo a un lado, para transmitirle a su prójimo que había captado la idea ya que era muy listo o muy lista. Mejor aún, ante el estímulo de la creatividad ajena se animó a elaborar su propio signo. Y poco después, el otro o la otra (lector o lectrix), al acudir de nuevo al punto de la epifanía logra interpretar la añadidura a su trazo. Mediante un código embrionario leen lo que cada quien ha pensado. En un principio, probablemente el devaneo no les pareció de mucha utilidad. No lo saben pero su invento será un recurso poderosísimo. Al descifrar un garabato se han vuelto otro tipo de criaturas. Con un grafismo ya pueden sugerir lo ausente. Hay imaginación. Leen esa señal figurativa. Bienvenidos al mundo de la lectura.


martes, 28 de febrero de 2012

Vericuentos 10 (Cargo imperial)


Con su mejor indumentaria, el joven Wang acudió muy temprano ante el máximo funcionario del palacio, como aspirante para un empleo en la corte del Emperador Amarillo. Tenía una gran fe en ocupar la vacante. Todo candidato era sometido a una prueba ritual. La tradición china establecía cuatro pilares como sustento de la vida: los ritos, la escritura, el I Ching y la comida.
La prueba para Wang consistía en trazar con su mejor estilo caligráfico, el caracter equivalente al hexagrama del I Ching que obtuviera el  juez mediante el lanzamiento de monedas. Acto seguido, se le solicitaba una interpretación lo más clara posible sobre el significado del hexagrama escrito.
El joven Wang superó con éxito la prueba y fue nombrado ese mismo día Degustador Imperial de Manjares para evitar que el monarca muriera envenenado.

jueves, 23 de febrero de 2012

El arte perdido de la tarjeta postal



El arte perdido de la tarjeta postal (*)

Charles Simic

A diferencia de la escritura de cartas, nunca ha habido, y nunca podría haber, una antología de lo mejor en la escritura de tarjetas postales, porque cuando la gente colecciona tarjetas, usualmente es por razones ajenas a la calidad literaria. Si hubiera tal libro, estoy seguro de que contendría cientos de anónimas obras maestras de este arte minimalista, ya que a diferencia de las cartas, las postales requieren concisión verbal que puede elevarse a altos niveles de elocuencia: breves y conmovedores atisbos en la existencia de alguien, además de incontables anécdotas amenas y bien contadas. De vez en cuando uno encuentra en tiendas de antigüedades y libros usados cajas llenas de viejas tarjetas postales valoradas por su antigüedad, sus imágenes y sus estampillas. La escritura encontrada en la mayoría de ellas tiende a ser en tinta descolorida y difícil de leer. A cualquiera con tiempo de sobra a la mano, le recomiendo leer un montón de ellas. Las tarjetas postales continuaron siendo utilizadas por personas de medios escasos para transmitir novedades familiares mucho después de que los teléfonos dejaron de ser una novedad. En una ocasión me topé con una que decía:

Francis Brown murió anoche, funeral el Martes.

Eso era todo. La imagen en el otro lado de la postal era un famoso caballo de carreras de los 1920's, así que inmediatamente me imaginé a Mr. Brown con un sombrero de paja, un bastón en su mano con guante y un clavel en la solapa, deteniéndose por una cerveza en una taberna antes de tomar el tranvía para emprender ruta en Boston o San Francisco.
Así que, estimado lector, si en tus vueltas diarias, en un café o restaurante das con una pobre alma sentada sola ante una tarjeta postal y visiblemente agobiada acerca de qué escribir, compadécete de él o de ella. Son los últimos de una especie y son casi con seguridad gente madura o anciana, preocupada y nerviosa por todos los problemas que enfrenta la gente mayor en este país. Pero este puede ser un momento de respiro para ellos, sentados ahí, lamiendo una estampilla de veintinueve centavos y buscando un buzón en la calle para enviar lo que podría convertirse en la última postal que escribirán, con la foto de un hermosa ciudad o un pueblo con un mensaje que podría ser interesante o del todo embarazoso de leer, pero con seguridad bien recibido por el destinatario desconocido, ya sea en provincia próxima o a través de muchas zonas horarias en otro continente o lugar que tú y yo ni siquiera podemos imaginar.

(*) Más propiamente: El arte perdido de escribir una tarjeta postal.

The lost art of postcard writing

Charles Simic

Unlike letter writing, there never has been, and there never could be, an anthology of the best of postcard writing, because when people collect postcards, it’s usually for reasons other than their literary qualities. If there was such a book, I’m sure it would contain hundreds of anonymous masterpieces of this minimalist art, since unlike letters, cards require a verbal concision that can rise to high level of eloquence: brief and heart-breaking glimpses into someone’s existence, in addition to countless amusing and well-told anecdotes. Now and then one encounters in antique shops and used book stores boxes full of old postcards valued for their antiquity, their images and their stamps. The writing found on them most often tends to be in faded ink and hard to read. To anyone with plenty of time on their hands, I recommend reading a bunch of them. Postcards continued to be used by people of modest means to convey important family news long after telephones ceased to be a novelty. I once came across one that said:

Francis Brown died last night, funeral on Tuesday.

That was all there was. The image on the other side of the card was of a famous race horse from 1920s, so I immediately pictured Mr. Brown with a straw hat, a cane in his gloved hand and carnation in his lapel, stopping for a beer in a saloon before catching the streetcar to go to the track in Boston or San Francisco.
So, dear reader, if you happen, on your daily rounds, to come across in a coffee shop or a restaurant some poor soul sitting alone over a postcard and visibly struggling with what to write, take pity on him or her. They are the last of a species, and are almost certainly middle aged or elderly, already nervous and worried about all the problems older people face in this country. But this may be a moment of respite for them, as they sit there, happily licking a twenty-nine cent stamp and looking out to see if they can spot a mailbox in the street, to send what may turn out be the last card they will ever write, this one with a picture of your beautiful town or city, with a message that might be interesting or downright embarrassing to read, but most assuredly will be welcomed by its unknown recipient, either in the next state or across many time zones on some other continent and place you and I can’t even begin to imagine.


jueves, 16 de febrero de 2012

Diezmos 8


La sucesión de Fibonacci


Deshojo una margarita
mas no en cursi simbolismo,
juego con cada guarismo
en una serie infinita.
El pétalo que se quita
es un dígito en la cuenta
de Fibonacci que enfrenta
el Amor cuando se infiere
el "me quiere-no me quiere"
aunque la flor siempre mienta.



En matemáticas, la sucesión de Fibonacci (a veces mal llamada serie de Fibonacci) es la siguiente sucesión infinita de números naturales:
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89...
La sucesión inicia con 1 y 1, y a partir de ahí cada elemento es la suma de los dos anteriores.
Se supone que los pétalos de las margaritas (y otras flores) suelen ser tantos como uno de esos términos. No siempre coinciden, pero sí la gran mayoría y 13 es el número más frecuente. La sucesión de Fibonacci ha sido fuente de muchos juegos y mitos.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Cartilla Sextina 6


Sextina de la musa


Ya que mi musa se ha empeñado mucho
en que la baje de una vez del trono,
no tengo más remedio que hacer caso.
No quiere ya laureles en el pelo
ni entrar en desafíos con las flores,
tampoco alegorías de su cutis.


Quiere ser frívola, cuidar su cutis,
hojear revistas que la embeben mucho
con fotos de galanes no de flores.
Busca en un centro comercial su trono:
el salón de belleza pues su pelo
nueva estética exige en este caso.


No es lo peor ser banal en este caso,
es más que mascarillas en el cutis
o ese arco iris fúlgido en el pelo:
mañana y noche bebe y fuma mucho,
y el pedestal que un día fue su trono
lo demolió y decapitó sus flores.


Ni siquiera un tatuaje hecho de flores
le entusiasma y prefiere en todo caso
un lobo negro idéntico al del trono
de la condesa que cuidó su cutis
con sangre de sus criadas. Temo mucho
que llegue a ahorcarme con su largo pelo.


He birlado a la prensa por un pelo
pues la han visto aspirar, pero no flores,
sino droga que a mí me cuesta mucho
y ya la autoridad sabe del caso,
mas la indultan por ser de excelso cutis
tras poseerla al pie de su alto trono.


Y con tal desenfreno ante su trono,
mi musa ha preferido que su pelo
se pegue sudoroso sobre el cutis:
ruines machos cabríos comen flores
con la venérea gula que en tal caso
a mi musa parece gusta mucho.


Así que no más flores en el pelo,
ni el trono de la musa viene al caso
pues su cutis, el goce ha ajado mucho.



sábado, 4 de febrero de 2012

Homo Lectoris (Lector congénito)


Lector congénito

Abren la caja que contiene los textos gratuitos de la escuela primaria. Los reparten. La maestra ordena: “No los abran hasta que yo diga”. Somos unos güercos de seis años. Cuando por fin da la venia, mi primera reacción es meter la nariz entre las páginas de uno de ellos: huele a tinta y pulpa de madera. Un aroma delicioso que desde entonces mueve los resortes de mi memoria. Aspiro fuerte, con harta concupiscencia. Un rito que me ha acompañado toda la vida.
Si eres de índole salaz, los libros impresos en papel no te abandonarán nunca. A la lujuria del intelecto se le unen la prueba táctil, el ágape aromático y la orgía visual. Un volumen de magia sobre el pupitre patuleco, un tomo de -como diría el egiptólogo al dar con la cámara funeraria del niño faraón de la máscara dorada- “cosas maravillosas”.