Para contrarrestar tiempos de malas
cosechas, nada mejor que un buen libro. Los sumerios lo sabían. Hace milenios,
leerle a los plantíos en voz alta resultó un método de gran eficacia para que
la agricultura prosperara. En una región donde el tornadizo río Éufrates
cambiaba de curso con impredecible frecuencia, y cuyo caudal se evaporaba en
buena medida antes de llegar al mar; las sequías eran comunes. Un escriba con
buena dicción era capaz de convocar la lluvia leyendo una tablilla con
historias de las dinastías reales. Los mitos de los dioses eran buenos
plaguicidas. Relatos directos, sencillos pero cautivadores, muy alejados de los
retruécanos bíblicos judeocristianos. Los
dioses son huraños e indómitos como un río. Para infundir ánimo en las
semillas, les leían horóscopos: El león
siempre confía en los buenos presagios. Las civilizaciones mesopotámicas
gustaban mucho de los géneros proféticos y creían que los sembradíos los
secundaban en tales preferencias. Los textos sapienciales, aderezados con máximas
y proverbios, eran leídos asiduamente a los campos de cebada para asegurar el
suministro de cerveza. Para renovar la fertilidad de los suelos, los conjuros
de los ancestros se leían por lo general como una larga retahíla de versículos
llenos de paralelismos con la naturaleza.
Fue en la última parte del segundo
milenio antes de nuestra era, cuando se produjo una intensa campaña para
seleccionar las mejores obras literarias. Había editores y catálogos (no eran E-books sino Clay-books). Se hicieron traducciones y versiones nuevas de clásicos
éxitos de ventas como "La Epopeya de Gilgamesh" y otros títulos en
las listas de popularidad. Se instauraron escuelas de lectura en voz alta, al
frente de las cuales figuraba un escriba célebre quien se ocupaba de los
entrenamientos. Hombres y mujeres egresados de estos centros, eran considerados
seres bienhechores.