La fama
es un tema prehistórico. Desde que el hombre comenzó a organizarse en
comunidades un poco más vastas que la de la familia, era frecuente que el
cazador más diestro del clan adquiriera popularidad entre los demás. Si la
escritura se hubiese desarrollado en esa época, sin duda tendríamos referencias
acerca del renombre de alguien muy valeroso, un ídolo que tenía en su lanza a
una fiel aliada para dar de comer a los suyos. Es muy probable que todos lo
vitorearan alrededor de una gran hoguera. Ya en aquellos tiempos rupestres se “hacía
ruido” si alguien adquiría notoriedad. Claro, como no se sabía escribir, los
autógrafos estaban excluidos. Lo que no sabemos es si la fama entre los barrios
de cavernas era causa de satisfacción o queja.
Hoy, la
fama sigue siendo motivo para el culto a la personalidad, los pedestales y los
reflectores. A muchas personas les agrada que su nombre ande de boca en boca —sea
fuente de desprestigio o no—, y no pensamos ahondar mucho acerca del incentivo que
brindan las habladurías y el que se hable mal de uno, lo cual es asunto de cada
quien.
Lo cierto
es que en nuestra época, a la fama se le suele emparentar con el renombre
(bueno o malo) y el éxito comercial, pero entre ellos hay diferencias que
pueden resultar sutiles y a menudo, triviales y que no garantizan el paso a la
posteridad ni un lugar en la historia. Ser inmortal entraña no pocos
requisitos.
Aunque la
fama —llamémosle favorable o positiva— suele ir acompañada de disgustos por la
pérdida de la vida íntima, casi nadie lamenta el éxito económico que también
acarrea. En esta coyuntura, cuando surge una protesta por la aureola de la nombradía,
suele surgir en medio de la abundancia y el confort material.
El ser
popular no necesita siempre de la mercadotecnia; hay personas que se vuelven
célebres de manera involuntaria: ser muy conocidos no es culpa suya. No se lo
propusieron ni lo deseaban. Es en esos casos cuando la fama puede ser un
auténtico fastidio. No se puede ir a un restaurante o a una tienda de
autoservicio, sin ser abordado por un extraño con una pregunta indiscreta en la
punta de los labios.
La
tasación de una persona se finca en la imagen que proyecta, luego entonces, se
convierte en una “cosa”, en un objeto con los atributos que los
comentarios sin sustento y rumores propagan.
Por lo general, la fama es una forma de tergiversar la auténtica identidad de
alguien tanto en lo bueno como en lo malo. Por lo común, a nadie le gusta que
se yuxtaponga la vida real que uno tiene, con la vida que el prójimo cree que
uno tiene.
Parece
inevitable inferir que la acogida y el manejo de la fama son cuestión de
temperamento. Para unos es un modo de consagrarse, para otros, un azote o una
plaga difícil de erradicar.
La fama
significa abrir puertas, obtención de canonjías, ser atendido en forma más
expedita en los restaurantes, adquirir protagonismo en las fiestas o idolatría
por parte del prójimo casi con matices religiosos. Algunos desean ir más allá
de una fama perecedera y aspiran a “no pasar nunca de moda”.
A otros
no les gusta porque se sienten fenómenos, acosados por los medios, invadidos en
su privacidad así como blanco de virtudes y defectos que no existen. De alguna
forma se pierde el libre albedrío. Ya no puede llevarse una existencia común y
corriente, al menos mientras dura el embrujo.
Los
subterfugios para lograr la fama se parecen mucho a los de una campaña
presidencial. La paradoja es que el auténtico individuo que hay detrás del
personaje célebre, se pierde en el anonimato; mientras que el nombre del ser
falaz y público se escribe con letras doradas.
La vida
real es más interesante que la vida de ficción.