Nuestro interior es como una morada con habitaciones para diferentes propósitos. Es natural que no todas se encuentren en el mismo grado de conservación. Alguna estará bien iluminada, con las ventanas abiertas por donde circula el aire. Quizá tenga cortinas blancas y juguetonas. Buen sitio para guardar nuestra nómina de fetiches valorables. Tótems de carne o vaho. Recuerdos de excursiones míticas en la infancia. Un cofre con semillas de buena voluntad. Tiempo disecado. Y habrá otra estancia al final de un reverberante corredor, en cuyas paredes cuelgan cuadros abstractos con aquellas nuestras verdades que nunca pudimos demostrar. Mas también hay una recámara taciturna, con las ventanas atoradas, el interruptor de la luz inservible, olor a humedad, bichos bajo el tapete. Aposento de la vida nunca vivida. Rincón de los estragos. Escondite de la cama de faquir para mortificar a la memoria; de la gaveta con las cartas no enviadas junto a un alfiletero en forma de corazón.
Habitaciones para distintos propósitos. Y siempre hay una cuya puerta está bajo llave.