Al
jefe de los tangú en Nueva Guinea, le gustaba combinar la tradición con la
modernidad. No era un líder obtuso y con beneplácito acogía las experiencias
enriquecedoras provenientes del resto del mundo. De modo que hizo convocar a su
pueblo para que presenciara una justa deportiva doble: primero un partido de
tnketak y después -por vez primera en la
comarca- uno de futbol. Aquella
mañana dio la bienvenida a los participantes con un vehemente panegírico y el
primer evento tuvo principio. El tnketak era el mayor recreo atlético de la
tribu, con la misma dinámica que el boliche: hay que derribar piezas de coco
parecidas a los pinos, mediante una fruta grande y seca que se hace rodar con
vigor. El jefe veía con agrado el desarrollo del encuentro y los vítores del público
denotaban gran júbilo. Resultado: un merecido empate entre los dos equipos
contendientes.
Tras
una corto festejo, el jefe de los tangú hizo un anuncio antes de iniciar el
próximo acontecimiento: “La nación Tangú se complace en abrir sus puertas a un
nuevo deporte... el futbol. Únicamente hemos introducido unas pocas variantes
en las reglas para que pueda ser admitido en nuestra civilización: no hay
ganadores, no hay perdedores y no hay árbitros”. Una delegación europea de
autoridades futbolísticas, invitada de honor a tan magno capítulo en la
historia, no tuvo más remedio que oponerse. Aquello era inconcebible pues iba
en contra de la filosofía competitiva occidental. Nuestro anfitrión les explicó
de modo gentil. Para un tangú era indigno ganar o perder, constituía un
deshonor, algo inmoral. Su mística de la amistad, la equivalencia y la
cooperación los obligaba a perseguir el empate a toda costa; y si para lograrlo
era preciso un juego de horas, días o semanas, lo hacían. Asimismo, en los
torneos la meta era un primer lugar colectivo: todos campeones. No obstante,
también registraban sus hazañas: para ellos un marcador cero-a-cero constituía
un partidazo. “Lo importante es empatar”, les dijo.