Bajo
el concepto de lectura, concibo cosas muy diferentes de lo que piensa la gran
mayoría de los llamados intelectuales.
Conozco
individuos que leen muchísimo, libro tras libro y letra por letra, y sin
embargo no pueden ser tildados de "lectores". Poseen una multitud de
"conocimientos", pero su cerebro no consigue ejecutar una
distribución y un registro del material adquirido. Les falta el arte de separar,
en el libro, lo que es de valor y lo que es inútil, conservar para siempre en
la memoria lo que en verdad interesa, pudiendo saltarse y desechar lo que no
les comporta ventaja alguna, para no retener lo inútil y sin objeto. La lectura
no debe entenderse como un fin en sí misma, sino como medio para alcanzar un
objetivo. En primer lugar, la lectura debe auxiliar la formación del espíritu,
despertar las inclinaciones intelectuales y las vocaciones de cada cual.
Enseguida, debe proveer el instrumento, el material de que cada uno tiene
necesidad en su profesión, tanto para simple seguridad del pan como para la
satisfacción de los más elevados designios. En segundo lugar, debe proporcionar
una idea de conjunto del mundo. En ambos casos, es necesario que el contenido
de cualquier lectura no sea aprendido de memoria de un conjunto de libros, sino
que sea como pequeños mosaicos en un cuadro más amplio, cada uno en su lugar,
en la posición que les corresponde, ayudando de esta forma a esquematizarlo en
el cerebro del lector. De otra forma, resulta un bric-á-brac (decoración) de
materias memorizadas, enteramente inútiles, que transforman a su poseedor en un
presuntuoso, seriamente convencido de ser un hombre instruido, de entender algo
de la vida, de poseer cultura, cuando la verdad es que con cada aumento de esa
clase de conocimientos, más se aparta del mundo, hasta que termina en un
sanatorio o como político en un parlamento.
Nunca
un cerebro con esta formación conseguirá retirar lo que es apropiado para las
exigencias de determinado momento, pues su lastre espiritual está encadenado no
al orden natural de la vida, sino al orden de sucesión de los libros, cómo los
leyó y por la manera que amontonó los asuntos en su mente. Cuando las
exigencias de la vida diaria le reclaman el uso práctico de lo que en otro
tiempo aprendió, entonces mencionará los libros y el número de las páginas y,
pobre infeliz, nunca encontrará exactamente lo que busca.
En
las horas críticas, esos "sabios", cuando se ven en la dolorosa
contingencia de encontrar casos análogos para aplicar a las circunstancias de
la vida, sólo descubren remedios falsos.
Quien
posee, por esto, el arte de la buena lectura, al leer cualquier libro, revista
o folleto, concentrará su atención en todo lo que, a su modo de ver, merecerá
ser conservado durante mucho tiempo, bien porque sea útil, bien porque sea de
valor para la cultura general.
Lo
que se aprende por este medio encuentra su racional ligazón en el cuadro
siempre existente de la representación de las cosas, y, corrigiendo o reparando,
aplicará con justeza la claridad del juicio. Si cualquier problema de la vida
se presenta a examen, la memoria, por este arte de leer, podrá recurrir al
modelo de percepción ya existente.
Así,
todas las contribuciones reunidas durante decenas de años y que dicen algo
sobre ese problema son sometidas a una prueba racional en nuestra mente, hasta
que la cuestión sea aclarada o contestada.
Sólo
así la lectura tiene sentido y finalidad. Un lector, por ejemplo, que por ese
medio no provea a su razón los materiales necesarios,
nunca estará en situación de defender sus puntos de vista en una controversia,
aunque correspondan los mismos mil veces a la verdad. En cada discusión la memoria
le abandonará desdeñosamente. No encontrará razonamientos ni para la firmeza de
sus aseveraciones, ni para la refutación de las ideas del adversario. En cuanto
esto sucede, como en el caso de un orador, el ridículo de la propia persona
todavía se puede tolerar; de pésimas consecuencias es, sin embargo, que esos
individuos que saben "todo" y no son capaces de nada, sean colocados
al frente de un Estado.
Muy
pronto me esforcé por leer con método y fui, de manera feliz, auxiliado por la
memoria y por la razón. Observadas las cosas bajo ese aspecto, me fue fecundo y
provechoso sobre todo el tiempo que pasé en Viena. La experiencia de la vida
diaria me servía de estímulo, siempre para nuevos estudios de los más diversos
problemas. Cuando, por fin, estuve en situación de poder fundamentar la
realidad en teoría, y sacar la prueba de la teoría en la práctica, estuve en
condiciones de evitar el exceso de apego a la teoría, o descender demasiado en
la realidad.
De
esta forma la experiencia de la vida diaria en ese tiempo, en dos de los más
importantes problemas, aparte del social, se volvió definitiva y me sirvió de
estímulo para el sólido estudio teórico.
(Extracto del Capítulo 2 de "Mein Kampf")