sábado, 24 de marzo de 2012

El club de los frustrados


El chef se pegó un tiro porque la gente no contaba con el paladar desarrollado para apreciar sus manjares. El pintor puso veneno en su café porque nadie tenía ojo para su arte. Al atleta lo encontraron suspendido de una soga porque el público ya no vitoreaba sus logros olímpicos. Introduciendo una tostadora de pan en la bañera, el payaso del circo se electrocutó porque sus gracias no hacían reír a nadie. Con un salto desde un precipicio, el meteorólogo dijo adiós al mundo porque sus pronósticos eran interpretados siempre en sentido opuesto. El científico, atándose una piedra, se mantuvo bajo el agua hasta ahogarse porque ningún mortal era capaz de entender sus teorías. El cartero fue hallado con las venas abiertas porque las cartas ya no eran una práctica común entre la gente.
Yo soy más ecuánime y no llego a tales extremos, a pesar de ser un médico desacreditado a quien todos los pacientes se le mueren.

sábado, 17 de marzo de 2012

El hediondista




Tengo un oficio abyecto pero redituable, soy hediondista. Repito: hediondista. Sí, no se rían. Fabrico soluciones fétidas. Las vendo casa por casa recorriendo un exclusivo circuito residencial. Cuento con una amplia gama de productos en catálogo aunque también elaboro material por encargo. He patentado todas mis fórmulas. Es un negocio en pleno crecimiento. Tal vez no lo crean pero los concentrados apestosos tienen gran demanda. Y no hablo únicamente de los que se expenden para gastarle una broma pesada a gente amiga -o enemiga-. De esas sustancias que se embarran en la mano al saludar dejando su impronta hedionda, o las que se colocan debajo de una silla para extender sospechas burlonas entre la concurrencia de una reunión. Para tales prácticas inofensivas proveo el clásico frasquito con tufo a caño tapado o huevo podrido. Pero hay olores sintéticos con fines utilitarios de mayor alcance para los que se requiere habilidad y empeño. Si quieren obligar a alguien indolente para que limpie las alfombras o la tapicería de los sillones y el sofá, rocíen los enseres con mi extracto de vómito postjuerga navideña. Para aquellos que anhelen transportarse cómodamente en un vagón vacío del metro un día laborable a la hora pico, la solución es simple: un artefacto pestífero expansivo de flatulencia perruna. ¿Quieren acaparar la comida en el bufet de una muestra gastronómica internacional? Fácil. Basta abrir una cápsula que libera una mixtura odorante de vegetales pútridos, calcetín de maratonista y transpiración canicular de borracho cervecero. Si intentan desembarazarse de un pretendiente encimoso o de alguna enamorada melodramática, pueden recurrir a mi atomizador bucal con efluvio de mofeta malaya combinado con orina de zorro. Provoca una halitosis más repugnante que expeler gases o un regüeldo de jugos gástricos, impregnándose en el prójimo de modo nefando; cualquier amago de beso desaparecerá ante este infalible compuesto levemente tóxico que trastorna la facultad olfativa hasta por varias horas. Un genuino ataque a la nariz. Ahora bien, lo mío es un trabajo de detalle. No se crea que es cuestión de revolver ingredientes al azar. No. Tiene su método. Mi clientela es exigente y debo traducir a una pestilencia específica su capricho y, sobre todo, sintetizarla en mi laboratorio casero. Hoy, por ejemplo, me toca la entrega de un excéntrico pedido. Un líquido espeso con el miasma de cadáver putrefacto. Encomienda de un predicador, de esos que salen en la tele y actúan como merolicos frente a los incautos. Dice que él es la resurrección y la vida. No me animo a preguntar para qué quiere el menjurje.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Pompas de jabón



en su aposento
el caracol oculto:
me le parezco

tinta en mi mano
mi línea de la vida
se ha prolongado

niños de noche
en charla sobre espectros:
rechina un gozne

moscas cual buitres
en derredor zumbando:
un gorrión muerto

noche de lluvia
un gato entre mis botas
pidiendo afecto












viernes, 9 de marzo de 2012

Mary Tifoidea


Al desembarcar en Nueva York me puse muy nerviosa porque me advirtieron que las autoridades migratorias eran muy estrictas con la higiene y la salud. Por si fuera poco, a los irlandeses nos tenían por mugrientos. Cualquier indicio de enfermedad y adiós América. Mi aplomo durante el interrogatorio fue el mejor pasaporte. ¿Quién puede prohibirle la entrada a una joven a todas luces sana?
Tuve mucha suerte al encontrar empleo como cocinera poco después de mi llegada. Mi habilidad culinaria también fue definitiva. Pero ¿cómo iba a intuir que una elemental sopa de verduras pudiera ser dañina? Con la mitad de mis comensales aquejados por fiebre y dolor de cabeza decidí que era mejor hervir ollas en otra parte. Me aceptaron en un hogar aristocrático. Ahí tuve que recibir a un agente de la policía porque uno de los que paladearon mi sopa había muerto. ¿Era sospechosa? Previendo que no me dejarían tranquila empaqué de nuevo. A mi siguiente trabajo llegó la noticia de otra cadena de enfermos, todos adeptos de mis platillos. Me marcaron como portadora de tifoidea. Mi querella ante la ley fue en vano. Fallecieron dos más. Fue una tortura mi peregrinar entre empleos y alojamientos. Buscando refugio y purificación hube de ocuparme en la cocina de un hospital. Lo supuse un logro mas perdí la batalla. Dicen que contagié a medio centenar. Tengo ya venticinco años en cuarentena, apartada en un rincón del hospital. Al menos tengo mi cabañita. Ya no cocino.

Mary Mallon

sábado, 3 de marzo de 2012

Homo Lectoris 2 (Signos)





Todo comenzó cuando un bípedo peludo fue capaz de comprender un “signo” dejado por uno de sus semejantes. Leyó. Y al leer pudo columbrar la índole de un vecino incógnito. Un símbolo elemental y burdo, pero que representaba algo de su entorno, muy común. Quizá lo reprodujo, justo a un lado, para transmitirle a su prójimo que había captado la idea ya que era muy listo o muy lista. Mejor aún, ante el estímulo de la creatividad ajena se animó a elaborar su propio signo. Y poco después, el otro o la otra (lector o lectrix), al acudir de nuevo al punto de la epifanía logra interpretar la añadidura a su trazo. Mediante un código embrionario leen lo que cada quien ha pensado. En un principio, probablemente el devaneo no les pareció de mucha utilidad. No lo saben pero su invento será un recurso poderosísimo. Al descifrar un garabato se han vuelto otro tipo de criaturas. Con un grafismo ya pueden sugerir lo ausente. Hay imaginación. Leen esa señal figurativa. Bienvenidos al mundo de la lectura.


martes, 28 de febrero de 2012

Vericuentos 10 (Cargo imperial)


Con su mejor indumentaria, el joven Wang acudió muy temprano ante el máximo funcionario del palacio, como aspirante para un empleo en la corte del Emperador Amarillo. Tenía una gran fe en ocupar la vacante. Todo candidato era sometido a una prueba ritual. La tradición china establecía cuatro pilares como sustento de la vida: los ritos, la escritura, el I Ching y la comida.
La prueba para Wang consistía en trazar con su mejor estilo caligráfico, el caracter equivalente al hexagrama del I Ching que obtuviera el  juez mediante el lanzamiento de monedas. Acto seguido, se le solicitaba una interpretación lo más clara posible sobre el significado del hexagrama escrito.
El joven Wang superó con éxito la prueba y fue nombrado ese mismo día Degustador Imperial de Manjares para evitar que el monarca muriera envenenado.

jueves, 23 de febrero de 2012

El arte perdido de la tarjeta postal



El arte perdido de la tarjeta postal (*)

Charles Simic

A diferencia de la escritura de cartas, nunca ha habido, y nunca podría haber, una antología de lo mejor en la escritura de tarjetas postales, porque cuando la gente colecciona tarjetas, usualmente es por razones ajenas a la calidad literaria. Si hubiera tal libro, estoy seguro de que contendría cientos de anónimas obras maestras de este arte minimalista, ya que a diferencia de las cartas, las postales requieren concisión verbal que puede elevarse a altos niveles de elocuencia: breves y conmovedores atisbos en la existencia de alguien, además de incontables anécdotas amenas y bien contadas. De vez en cuando uno encuentra en tiendas de antigüedades y libros usados cajas llenas de viejas tarjetas postales valoradas por su antigüedad, sus imágenes y sus estampillas. La escritura encontrada en la mayoría de ellas tiende a ser en tinta descolorida y difícil de leer. A cualquiera con tiempo de sobra a la mano, le recomiendo leer un montón de ellas. Las tarjetas postales continuaron siendo utilizadas por personas de medios escasos para transmitir novedades familiares mucho después de que los teléfonos dejaron de ser una novedad. En una ocasión me topé con una que decía:

Francis Brown murió anoche, funeral el Martes.

Eso era todo. La imagen en el otro lado de la postal era un famoso caballo de carreras de los 1920's, así que inmediatamente me imaginé a Mr. Brown con un sombrero de paja, un bastón en su mano con guante y un clavel en la solapa, deteniéndose por una cerveza en una taberna antes de tomar el tranvía para emprender ruta en Boston o San Francisco.
Así que, estimado lector, si en tus vueltas diarias, en un café o restaurante das con una pobre alma sentada sola ante una tarjeta postal y visiblemente agobiada acerca de qué escribir, compadécete de él o de ella. Son los últimos de una especie y son casi con seguridad gente madura o anciana, preocupada y nerviosa por todos los problemas que enfrenta la gente mayor en este país. Pero este puede ser un momento de respiro para ellos, sentados ahí, lamiendo una estampilla de veintinueve centavos y buscando un buzón en la calle para enviar lo que podría convertirse en la última postal que escribirán, con la foto de un hermosa ciudad o un pueblo con un mensaje que podría ser interesante o del todo embarazoso de leer, pero con seguridad bien recibido por el destinatario desconocido, ya sea en provincia próxima o a través de muchas zonas horarias en otro continente o lugar que tú y yo ni siquiera podemos imaginar.

(*) Más propiamente: El arte perdido de escribir una tarjeta postal.

The lost art of postcard writing

Charles Simic

Unlike letter writing, there never has been, and there never could be, an anthology of the best of postcard writing, because when people collect postcards, it’s usually for reasons other than their literary qualities. If there was such a book, I’m sure it would contain hundreds of anonymous masterpieces of this minimalist art, since unlike letters, cards require a verbal concision that can rise to high level of eloquence: brief and heart-breaking glimpses into someone’s existence, in addition to countless amusing and well-told anecdotes. Now and then one encounters in antique shops and used book stores boxes full of old postcards valued for their antiquity, their images and their stamps. The writing found on them most often tends to be in faded ink and hard to read. To anyone with plenty of time on their hands, I recommend reading a bunch of them. Postcards continued to be used by people of modest means to convey important family news long after telephones ceased to be a novelty. I once came across one that said:

Francis Brown died last night, funeral on Tuesday.

That was all there was. The image on the other side of the card was of a famous race horse from 1920s, so I immediately pictured Mr. Brown with a straw hat, a cane in his gloved hand and carnation in his lapel, stopping for a beer in a saloon before catching the streetcar to go to the track in Boston or San Francisco.
So, dear reader, if you happen, on your daily rounds, to come across in a coffee shop or a restaurant some poor soul sitting alone over a postcard and visibly struggling with what to write, take pity on him or her. They are the last of a species, and are almost certainly middle aged or elderly, already nervous and worried about all the problems older people face in this country. But this may be a moment of respite for them, as they sit there, happily licking a twenty-nine cent stamp and looking out to see if they can spot a mailbox in the street, to send what may turn out be the last card they will ever write, this one with a picture of your beautiful town or city, with a message that might be interesting or downright embarrassing to read, but most assuredly will be welcomed by its unknown recipient, either in the next state or across many time zones on some other continent and place you and I can’t even begin to imagine.