martes, 4 de enero de 2011

Voto de Humildad

Degradar aún más la insignificancia. Incluso ser nada ya es mucho. Por lo tanto: heces de nada. Infranada. Agente inmóvil sin localización. Incognoscible. Sin voz ni signo para ser designado. Un hueco sin dimensiones, abismo de lo inferior. Ah, pero qué magno mi ninguneo, el súmmum de la nulidad.




Vericuentos 2 (Te quiero como a un hermano)


No profirió la clásica mentada de madre que en esos casos se justifica, luego de que -finalizada la romántica cena en lujoso restaurante- le declarara su amor a Drusila, quien bajando la cabeza dijo:

-Yo también te quiero… pero como a un hermano.
-¿Y? Podemos practicar el incesto -replicó Calígula sonriente mientras hacía señas para pedir la cuenta.


miércoles, 22 de diciembre de 2010

Diario Apócrifo de Mata Hari

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Sé que es una afición torcida pero, me resulta fortificante porque requiere de dos atributos que taso muy alto: sofisticación y temperamento. Sólo me limito a poner en práctica la irrebatible superioridad femenina en materia de concupiscencia. Por otra parte, ellos, aunque pretendan negarlo, disfrutan el papel de criaturas sometidas. Es su auténtica esencia. Son los ejemplares de nulo intelecto los que patalean, los que rezongan ante esta condición. Su odio estriba en no poder tenerlas a todas.

Empíricamente he logrado descifrar algunos inquietantes matices de la forma de ser masculina. Su enigmática inclinación por los placeres excéntricos. Mencionaré algunas evidencias.
Nótese el impacto que provoca el tomar con ambas manos, frente a frente, a un varón por la cintura. No con palmas tímidas o cómplices, sino con una sutil sacudida y un apretoncito (valiéndose de las uñas en su caso) que transmita una actitud de señorío, como quien apuntala una bandera diciendo “estos son mis territorios”. La presa se sentirá enseguida turbada e incapaz de saber qué hacer. Dubitativamente hará intentos de responder a la embestida colocando aquí y allá sus brazos para terminar como un colegial en posición firme. Y es que tomar a un señor por la cintura implica vulnerar su continente medio, el sitio donde atesoran sensuales evocaciones de la infancia, mujeres imaginarias, a veces caricias tristes de forzados adioses. Los que tienen diablo guardián suelen mostrar marcada predilección por esta parcela donde esconden deshonestos perfumes y estrepitosos besos.



Pequeño tratado de lo mismo


Pese a anales y ejemplos de lo mismo,
viene bien machacar sobre lo mismo:
escasez y abundancia de lo mismo
nos confronta de nuevo con lo mismo.

Tal vez lo mismo está contra uno mismo,
verse fruncir el ceño ante lo mismo
es prueba de lo raro que es lo mismo
ya que aun viniendo igual nunca es lo mismo.

Hay truco porque no es el mismo mismo,
lo mismo puede hartarse de sí mismo
quizá hasta contender consigo mismo.

¿Que un mismo y otro mismo da lo mismo?
¡Que sea pues! Volvamos a lo mismo:
Que traigan más botellas de lo mismo.


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viernes, 3 de diciembre de 2010

Perfume de Arco Iris (El Arte de Perder)

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One Art

The art of losing isn't hard to master;
so many things seem filled with the intent
to be lost that their loss is no disaster.

Lose something every day. Accept the fluster
of lost door keys, the hour badly spent.
The art of losing isn't hard to master.

Then practice losing farther, losing faster:
places, and names, and where it was you meant
to travel. None of these will bring disaster.

I lost my mother's watch. And look! my last, or
next-to-last, of three loved houses went.
The art of losing isn't hard to master.

I lost two cities, lovely ones. And, vaster,
some realms I owned, two rivers, a continent.
I miss them, but it wasn't a disaster.

- Even losing you (the joking voice, a gesture
I love) I shan't have lied. It's evident
the art of losing's not too hard to master
though it may look like (Write it!) like disaster.

Elizabeth Bishop

Un Arte

El arte de perder no es nunca un lastre;
toda cosa a perderse está marcada
y perderla no es signo de desastre.

Perdemos cada día. No te castre
perder llaves, la hora mal empleada.
El arte de perder no es nunca un lastre.

Practica el perder más, que ello te arrastre:
nombres, lugares, la excursión planeada
pues nada de ello te traerá un desastre.

Perdí el reloj de mamá. ¡Y ve pillastre!:
mi casi última o última morada.
Aprender a perder no es nunca un lastre.

Perdí ciudades, galas de un buen sastre,
reinos que tuve, ríos, tierra amada.
Cosas que extraño, mas no es un desastre.

- Hasta perderte (voz jovial, semblante
que amo). No miento. Es cosa evidenciada:
el arte de perder no es nunca un lastre
aunque parezca (¡escríbelo!) un desastre.



miércoles, 10 de noviembre de 2010

lunes, 1 de noviembre de 2010

La Carpa

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Casi todos los hombres enfrentamos alguna vez un momento crucial en el que tenemos la certidumbre de haber dejado escapar a la mujer destinada. Una vivencia mágica e irrepetible. Un instante en el cual toda nuestra osadía hace mutis y nos mostramos pusilánimes. Es una noción de pérdida que no se olvida. Un perenne reproche que nos hacemos y cuyo lastre llevamos con vergüenza. Puede ser una cara sonriente en un autobús, unos ojos enigmáticos en la taquilla del cine, o un roce fortuito con una dama fragante en un ascensor. Tal vez una muchacha que nos ofrece ruborizadas disculpas por habernos arrollado con su bicicleta.

A veces la prueba de la existencia de la Divinidad toma la forma de un encuentro que calificamos de sobrenatural, cuando sólo se trata de una desconocida asomando por una ventana. Sea cual fuere la composición de lugar a la hora del portento, nuestra injustificable pasividad o falta de elocuencia figurará como una mancha negra en nuestro expediente sentimental, en nuestra íntima hoja de servicios al gremio mujeril.
Yo viví tal sortilegio hace ya algunos lustros, cuando era un solitario propenso a las flechas de Cupido. Una tarde de domingo cualquiera que parecía interminable, me interné en una pringosa carpa de variedades en cuya entrada un merolico anunciaba a través de un cono de cartón, al mejor acróbata del mundo, al hombre de goma capaz de las más intrincadas contorsiones, al prestidigitador de las manos milagrosas, al ventrílocuo de estáticos labios, perros amaestrados y otras maravillas durante una tanda de diversión garantizada. El boleto me daba derecho también a participar en una tómbola cuyo premio era nada más y nada menos que una estatuilla en yeso de Cantinflas. ¿Era posible?
Ocupé con calma y sin mucho entusiasmo un lugar en la primera fila de butacas. El cortinaje era de un color verde grosero y las luces se alzaban sostenidas por una precaria tramoya de sogas y maderas. El mismo merolico de la entrada hacía las veces de maestro de ceremonias manipulando un bastón con cierto aire de capataz. La función comenzó con unos perros pekineses cuya especialidad eran las cabriolas y brincos a través de aros de metal a diferente altura. Los respetables concurrentes fuimos benévolos con la ovación más por piedad que por encomio, pero no tuvimos más remedio que abuchear al faquir cuyo desempeño era todo un fraude. Siguió un payaso en monociclo cuyos balanceos y conatos de desplome sólo me brindaron sobresalto, al grado de sentir que mi frente transpiraba cuando concluyó su actuación. La rutina del malabarista haciendo volar pinos de boliche me entretuvo mucho menos y estuve a punto de poner fin a mi papel de espectador contrito saliendo a toda prisa antes de otro número, cuando el merolico tuvo la ocurrencia de dirigírseme con ejercitado tono de persuasión para que participara como voluntario en el acto siguiente. Presintiendo que estaba a punto de agregar un nuevo fiasco a mi ya larga cadena de ridículos, decliné lo más cortésmente que pude logrando con ello nada más que avivar la persistencia del instigador, viéndolo bajar del entablado para conducirme del brazo, pese a mi renuencia, hasta el foro donde ya se hacían los preparativos para continuar con el programa. Mis nervios me impidieron escuchar atentamente las palabras de presentación. Unos insípidos aplausos anticiparon irreverentemente la próxima comparecencia. Fue entonces cuando puso pie en el escenario quien en ese momento parecía designada a ser un pilar en mi mitología femenina personal. La representación más fiel de mis aspiraciones como enamorado remiso. Era un semblante lleno de beatitud, una cara hermosa de ojos ambarinos que al verme me provocó inquietantes sudoraciones de variadas temperaturas. Provisionalmente todo fue eterno: su categórica sonrisa, su brillante cabello a contraluz, sus pómulos apetitosos y pícaros. Me tomó de la muñeca para llevarme a la parte más iluminada, y sentí a través de sus dedos una corriente bienhechora recorriéndome hasta el hombro. Me sentía ingrávido y maleable. No pude proferir sonido alguno cuando preguntó mi nombre. Mis labios temblaban como queriendo balbucir, mas sólo logré causarle risa con mi catatonia, circunstancia que me hizo desear urgentemente arrancarme el corazón, la boca, los ojos o cualquier parte del cuerpo con prestigio romántico que pudiera poner bajo sus pies en señal de sometimiento. Una confidencial ceremonia de entronización tuvo lugar en lo más granado de mi ser.
Del arrebato pasé a la extrañeza cuando mi heroína, dirigiéndose al público con una inflexión entre coqueta y ladina, alabó mi intrepidez y caballerosidad. Después extrajo de su cintura una pañoleta negra y al acercárseme, con un ademán reflejo interrumpí su intención de vendarme los ojos. Me juzgué un mentecato al verla pestañear como contrariada con un mohín de recelo que aún me duele evocar. Aduciendo que era lo usual para efectuar el número pero que no tenía inconveniente en hacerlo según mi preferencia, me pidió acomodarme junto a un enorme tablón lleno de perforaciones dispuesto verticalmente en un extremo del foro y circundado con globos rojos. Sólo entonces las cosas comenzaron a encontrar acomodo en mi cabeza previniéndome del papel que estaba a punto de protagonizar, sobre todo al ver a un asistente irrumpir con un encandilante juego de puñales
No lo pensé más. Lleno de consternación huí del proscenio con un brinco botarate cayendo sobre una butaca vacía, para después salir lanzado como roca de catapulta dejando atrás a mi dama, al público y la carpa en medio de la rechifla general. Me amilané como los machos negándome a atender el llamado del destino y no permití que me atravesara el corazón una lanzacuchillos por muy hermosa que fuera.