La alfarerita de Warka
Entre plato y cántaro se da
tiempo para leer un par de páginas. Siempre las mancha de barro: la ansiedad le
impide enjuagárselas como es debido. Esta forma de distribuir actividades la
estimula porque lejos de robarle concentración le permite volver mentalmente a lo
leído combinando la labor manual con el intelecto. Modela a mano ya que no
tiene torno ni dinero para comprarlo, y no está en sus planes meter uno en el
tallercito que es también vivenda puesto que hay necesidades más urgentes. Al
tamizar la arcilla interrumpe de nuevo su tarea para distraerse con otro
párrafo. No se da cuenta de que rechina los dientes mientras lee. Duda en
considerar lo suyo un mal, un vicio. No puede evitarlo, es un acto reflejo y
orgánico. Como lectora congénita prefiere la técnica de hacerlo en silencio y
con los ojos, pero sobretodo, para adentro, en pletórica intimidad. Una
sensación indefinida la induce a vincular su quehacer de alfarera con los
caracteres del texto. Quizá porque los signos le sugieren huellas de pájaro en
el lodo, o le evocan aquellos vasos que vio una vez en el mercado de Warka, con
imágenes de hombres y mujeres leyendo. Ella no es tan hábil para decorar, de
modo que se contenta con uno que otro detalle geométrico en sus objetos.
Cuando va a la noria por agua
suele tropezarse: con la mirada fija en la lectura no tiene cuidado ante el
sendero. Si necesita reunir leña para cocer los cacharros, se da una tregua
para continuar con su afición sentada en un tronco. Vive sola y es tan pobre
que no le alcanza con su oficio para adquirir libros. La poca gente que le
compra vasijas es tan humilde como ella. No pudiendo comprar libros se los
escribe ella misma.