Mi madre y yo caminábamos casi media hora a la toma de agua más cercana dentro de nuestro miserable circuito en un barrio de la ciudad de México, para luego —tras formar parte de una larga fila— emprender el regreso a nuestra vivienda con
tres pesadas tinas llenas de líquido más o menos potable. Yo era un chiquillo
de ocho años y apenas podía con una carga. En el trayecto solíamos derramar
mucho de nuestro preciado bien, a causa de los continuos tropezones que nos
hacían perder el equilibrio por el camino disparejo y lleno de piedras. El retorno
nos llevaba casi el triple de tiempo pues debíamos hacer pausas para los
descansos intermitentes. La marcha era muy ardua. Además de costarnos energía
nos costaba agua: debíamos reponer con una cantimplora la que perdíamos a causa
del sudor.
La calidad del líquido no era muy confiable después de las lluvias las cuales eran frecuentes durante
el año, pero era nuestro único suministro. De nosotros y todos los vecinos de
tres comunidades. Con los chubascos volvíase turbia el agua a pesar del
redondel construido para protegerla de corrientes fangosas y elementos impuros.
El motivo solía ser la mala instalación de la tubería y desmoronamientos de tierra que pervertían el flujo,
imposibles de evitar durante las intensas precipitaciones.
Ya en nuestra morada, mi madre era toda afán
para sanear el agua: mediante un viejo y burdo filtro de cantera que con una
lentitud desesperante, dejaba caer gotas cristalinas y limpias en una vasija de
barro. Al reunir una cantidad suficiente, mi madre la hervía aunque sólo por unos
pocos minutos para evitar que la evaporación mermara aún más nuestro
aprovisionamiento. De esa agua bebíamos y con esa agua nos aseábamos. Era
nuestra fuente de vida. Nuestro esmero por no despilfarrarla resultaba casi místico
pues le conferíamos un rango muy cercano al de una divinidad. Podía faltarnos
comida, mas de ninguna manera el agua. El hambre resultaba manejable, la sed
no. Otras familias más numerosas y, por lo tanto, con mayor número de brazos
para transportar tinas, eran capaces de permitirse el lujo del derroche; pero
mi madre y yo éramos un clan de dos.
Un día un par de tipos listos sugirieron clorar
el pozo para eliminar las bacterias, pero mi madre no estaba muy convencida de
que fuera la mejor solución, de hecho, no la consideraba como tal en absoluto.
La pobreza no la convertía en ignorante, y su sentido común no era proporcional
a nuestras carencias. Objetó la propuesta argumentando que el tratamiento era
insuficiente pero la reacción favorable de la mayoría la indujo a desistir y
guardar la calma. Los dos individuos que formularon la idea asumieron una
actitud de paladines (uno de ellos usó la expresión "resolver el problema
para siempre"). No es que mi madre fuera malagradecida, pero albergaba
serias dudas sobre la eficacia del método y puso sobre aviso a todos los que
quisieron escucharla: ella seguiría pugnando por la limpieza del agua como
siempre, con su vetusto filtro de cantera. No era su intención en lo más mínimo
el oponerse a los esfuerzos de la congregación por procurarse algo decente para
beber y aliñarse.
La desinfección del abasto de agua se llevó a cabo al
día siguiente y de inmediato dieron comienzo los reparos: persistía un leve
color marrón en el líquido y su regusto a cloro era muy desagradable para
algunos y repugnante para otros. Se propagaron las quejas y el enfado. No sólo
era la sapidez un poco ácida sino que, tras bañarse uno a chorros de taza, de
la piel emanaba un aroma a blanqueador ("me siento como un tendedero de
ropa ambulante", dijo una vecina irónica).
Mi madre, con su sistema habitual de
saneamiento, tampoco conseguía erradicar del todo el olor a cloro, pero al
menos una cierta escala de higiene estaba garantizada.
Por unanimidad, todos decidieron volver a las
antiguas prácticas de purificación y prescindir del cloro ("esa cosa
pestilente", como dijo la mujer más longeva de los alrededores) por lo
menos hasta que no se hallara un mejor remedio.
Mientras tanto, mi madre y yo continuamos con
nuestra ordinaria caminata hacia el pozo para emprender el regreso dando
traspiés, exhaustos pero exultantes con nuestra ración de agua venerable.