Comencé desde muy pequeña robando
barras de chocolate en la tienda de la esquina. En realidad a mí no me gustaban
los dulces por lo que se los ofrecía a los niños pobres del barrio que,
harapientos, iban de un lugar a otro, haraganeando en lotes baldíos o en busca
de alguien a quien gorronearle una moneda. Luego el impulso me vino cada
domingo en la iglesia. Mi objetivo: el cesto de las limosnas. El párroco era un
papanatas. Igual yo terminaba repartiendo el botín entre los vagos del rumbo ya
que el dinero me era indiferente pues nunca anduve corta de fondos. En las
casas de mis amigas no sé porqué me dio por llevarme las trusas y calzones de
sus papás. En tal caso no me era posible andar por ahí regalando paños menores
en la vía pública, por lo que, yo muy magnánima, los donaba al asilo de
ancianos. En los hoteles no dejaba nada a la hora de partir: jabones, frascos
de champú, toallas, batas, papel sanitario, plancha, la Biblia en el cajón, la
secadora para el pelo, los sobres y hojas para la correspondencia, bolígrafos.
La caja fuerte era muy complicado.
El problema fue en el almacén de
Nueva York. Tenía blusas de sobra ¿para qué meter en mi bolso un vil trapo de
lentejuelas de mil dólares? ¿En qué cabeza cabe coger un lápiz labial carísimo
cuyo tono ni siquiera va con mi tipo de cara? ¿De dónde obtuve la idea de
hurtar un bikini fosforescente si ni siquiera sé nadar? ¿Y ese horrible sostén
de señora cuando yo todavía compro los míos en el departamento de adolescentes?
Y el policía, muy lindo, pidiéndome
un autógrafo antes de arrestarme.